UN REINO, UN IMPERIO, UNA TORPEZA
Sep 06 2019

POR MARGARITA TORRES SEVILLA, CRONISTA OFICIAL DE LEÓN

Recuerdo con afecto a Julio Valdeón, Catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Valladolid, un maestro a la antigua usanza, cuando conversábamos sobre qué poner y qué no en el Preámbulo del reformado Estatuto de Autonomía de Castilla y León que los partidos mayoritarios nos encargaron entonces redactar. Charlábamos de cómo esta Comunidad Autónoma había sufrido en su formación, no en vano León encontró acomodo a la fuerza, un trágala verdadero, y a Castilla le «robaron» dos territorios históricamente castellanos como La Rioja y Cantabria. Éramos los retales de un traje imperial y la Corona más poderosa durante varios siglos. En último extremo los verdaderos motores de la España que conocemos junto a la Corona de Aragón, que no catalana, y un Al-Andalus que empezó con fuerza gracias a los Omeyas que convirtieron esa tierra sureña en Califato y culminó a comienzos de 1492 con la toma de Granada.

De aquellas charlas amenas por teléfono, bastante frecuentes, el me «convenció» de la importancia del Tratado de Tordesillas o de las Fazañas Castellanas, yo, por mi parte, que llevo León en las venas, le insistí en la idea del imperio leonés, que no castellano, con Alfonso VI y VII y le recordaba cómo en 1135, en la catedral entonces románica de nuestra ciudad, ante este monarca se arrodillaron como vasallos los condes de Urgell y Barcelona, a la sazón rey consorte de Aragón, o el rey de Navarra y muchos nobles franceses de Occitania, sin olvidarnos del conde de Portugal, Alfonso Henríques, con el tiempo llamado a convertirse en primer rey del país hermano y vecino.

Él se reía. «Mira que defiendes León a uña y carne», decía por teléfono. Y lo le contestaba: «Julio, somos dos grandes territorios: Castilla Y León, pero lo que no somos es Castillaleón por más que algunos políticos se empeñen en comerse la Y».

Hablábamos y hablábamos, y ya han pasado años, de cómo la historia de España se escribe a menudo al dictado del poder, de los silencios de las Crónicas y documentos, auténtica damnatio memoriae del perdedor, de los «favores» que nos hicieron los franceses durante la Guerra de la Independencia quemando, robando nuestro pasado a golpe de bayoneta y antorcha. De aquellas recuerdo que yo le insistí, y así está recogido en el Preámbulo, que no podíamos permitirnos, como historiadores de verdad, no de subvención voluminosa, incluir que éramos una comunidad histórica, pues los territorios «históricos» de León sumarían Portugal, Asturias, Extremadura, Galicia y, durante gran parte de la Alta y Plena Edad Media, la propia Castilla, que nace, como demostré años atrás y también estudio el Padre Gonzalo Martínez Díez, burgalés de pro y amante de su tierra a muerte, en 1065 con el fallecimiento de Fernando I, quien jamás se intituló «rey de Castilla» por mucho que algunos medievalistas cercanos al poder insistieran o insistan todavía, ni fue monarca castellano, ya que nació navarro, se casó con leonesa, y fue Conde, que no Rey de Castilla.

Quedaba, pues, clara, la necesidad, y así lo acordamos, de introducir esos tan imprescindibles matices, como aviso a navegantes. Y así quedó el inicio que Julio, en su infinita generosidad, me dejó redactar a mi gusto pleno y que bendijo por completo al leerlo:

«La Comunidad Autónoma de Castilla y León surge de la moderna unión de los territorios históricos que componían y dieron nombre a las antiguas coronas de León y Castilla. Hace mil cien años se constituyó el Reino de León, del cual se desgajaron en calidad de reinos a lo largo del siglo XI los de Castilla y Galicia y, en 1143, el de Portugal. Durante estas dos centurias los monarcas que ostentaron el gobierno de estas tierras alcanzaron la dignidad de emperadores, tal como atestiguan las intitulaciones de Alfonso VI y Alfonso VII».

Dos territorios, uno de ellos padre del otro, pues de León nacieron Castilla y Galicia (1065) como reinos medievales y, más tarde, Portugal. León padre de reinos. Y me crecí en la suerte de mis treinta y pocos años y me vine arriba, debo confesarlo. Así que Julio siguió oyendo la apuesta de la leonesa con afecto y respeto, como buen caballero que era. «Julio, hay que decirles a los políticos que metan la defensa del leonés, que si no se nos va de las manos y perdemos un tesoro», «Julio, que tu amas Valladolid, y te honra, pero ahí está Salamanca y su Universidad», «Julio, las Cortes de 1188, que eso a los ingleses les chincha, y nuestros fueros leoneses, que nos copiaron hasta los vascos y ahora mira», le insistía mientras él me recordaba que Valladolid, la ciudad que amaba, surgió de la repoblación del conde leonés de origen palentino Pedro Ansúrez, fiel amigo del rey de León y emperador Alfonso VI. Y también me explicaba con orgullo patrio esos años en los que nuestra vecina Pucela acogió a Carlos I, Felipe II y otros monarcas de la Casa de Austria.

Y yo volvía a la carga con Burgos, cabeza histórica de Castilla, Palencia y su primer germen de Universidad, Zamora, capital del limes del Duero en el s. X, Soria y su tierra frontera, patria de hombres y mujeres valientes, Segovia con su alcázar, Ávila y Santa Teresa, etc., etc.

Y ése es nuestro problema, el de León y Castilla, o Castilla y León, que tanto monta…o deberíamos montar, pues leonesa es Zamora, leonesa Salamanca, como castellana es Cantabria durante casi toda su historia o La Rioja, o la mismísima Álava, condado unido al de Castilla, sin olvidarnos las raíces leonesas de los López de Haro, señores de Vizcaya, que fueron alféreces de los reyes de León, o los lazos que nos unen con Portugal y Galicia, o Asturias.

Insisto: ése es nuestro problema, el de esta comunidad que hermana dos territorios tan poderosos y con tanto peso en la Historia de España, del mundo, con mayúsculas. Y nuestro lastre, porque algunos se empeñan en enseñar que los romanos invadieron Castilla y León en los libros de texto, cuando no necesitamos forzar memeces para enarbolar con orgullo un pasado envidiable, que no necesita manipulaciones absurdas, o estupideces fruto de mentes delirantes, sino elegir entre tanta gloria qué enseñar a los pequeños. Y ahí si tenemos una asignatura pendiente.

Siempre hay quien busca la confrontación, el que ahonda en lo que separa y no en lo que une, y eso lleva por caminos que ahora sufrimos los españoles en nuestras carnes, y que convierten a Colón, Santa Teresa y otros grandes en catalanes, a la corona de Aragón, que llenó de barras en Mediterráneo, en corona catalana, al antiguo Reino de Valencia en territorio catalán y la historia de la Guerra de Sucesión, de comienzos del siglo XVIII, en una guerra de independencia catalana frente a la fascista España, porque, en caso de duda, coloquen ustedes «fascista» en medio de una frase y eso parece que convierte su idea, por muy hilarante o ilógica, en verdad de fe.

Si me dejan soñar, me gustaría que León tuviera más protagonismo, que las Cortes hubieran estado aquí, igual que la justicia reside en Burgos, pero la geografía manda cuando los políticos no se ponen de acuerdo. Por eso, y a mucha honra, esta comunidad más histórica que ninguna gracias al peso del Reino-Imperio Leonés y de la Corona de Castilla, no puede tener capital. En tiempos medievales…la corte se encontraba donde estuviera el rey. En el siglo XXI, pese a quien pese, la Comunidad de Castilla y León no tiene capital. No nos hace falta.

[Margarita Torres Sevilla, doctora en Historia Medieval (Profesora de la Universidad de León y ponente del Preámbulo de la reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla y León con el doctor Julio Valdeón Baruque, d.e.p.)]

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