UN VIAJE A TRUJILLO (EXTREMADURA)
Mar 13 2020

POR JOSÉ ANTONIO RAMOS RUBIO, CRONISTA OFICIAL DE TRUJILLO (CÁCERES)

Trujillo. Iglesia de San Martín

Amigo viajero cuando veas las cigüeñas revolotear en el cielo, volando pesadamente, habrás llegado a Trujillo. Cuando escuches el son de las campanas al anochecer, lentas y melancólicas, estarás en Trujillo. Bienvenido a nuestra Ciudad. Siéntate al caer la tarde en el atrio de la iglesia de San Martín, cuando las campanas tocan a misa y se acercan a la iglesia hombres y mujeres silenciosos escuchándose el taconeo los zapatos en el empedrado de la calle. Todo en Trujillo es hermoso, con una belleza lineal y brillante, serena, que no cansa jamás. Destacamos en esta singular Plaza Mayor -donde se encuentra la iglesia de San Martín, pregonando a los cuatro vientos la nobleza de su estirpe- los balcones de esquina, tan extremeños, los del palacio del Marqués de la Conquista y del Duque de San Carlos, buenos linajes, a los que perteneció el propio Francisco Pizarro que recibió dicho marquesado del emperador Carlos V por la conquista del Imperio Inca, que tanto influyó en los destinos de España. Frente por frente se encuentran dichos balcones esquinados, donde se enlaza la historia monumental de Trujillo con la de España y América. Presidiendo la Plaza Mayor está la estatua ecuestre de Francisco Pizarro.

Por la Cuesta de la Sangre llegarás a la zona monumental, que quedará separada en lo alto, a tu espalda, la ciudad del sur, llena de vida, de color. Frente a ti, un mundo medieval y quieto, donde pasan las horas una a una, donde las tardes son largas y melancólicas, donde el sol se pone más lentamente que en ninguna otra parte porque está enamorado de una piedra vieja y tiene que disfrutarla antes de marchar. Existe un importante contraste entre la zona monumental y la zona nueva, la urbe, donde vive la mayoría de la población. Cuando las tardes de invierno caen despacio paseamos por la zona monumental, cayendo en el hechizo de las viejas piedras, adentrándonos en un mundo que sólo existe aquí, distinto del de ahora, más quieto, más lleno, más sereno. La parte alta de la ciudad es un conjunto impresionante, en el que se enlazan lo románico, lo mudéjar y lo gótico, con torres del siglo XIII y murallas con puertas monumentales. Tras atravesar el arco de Santiago, entramos en la iglesia gótica de su mismo nombre, donde se mezclan varios estilos artísticos. Nos arrodillamos bajo las bóvedas sostenidas por viriles nervios que pasan su esfuerzo a los pilares insensiblemente. Aquí se encuentra el Cristo de las Aguas, del siglo XIV, al que acudía el trujillano en plegarias en tiempos de sequía. Saldremos a la calle y nos dirigiremos por una angosta cuesta hacia el castillo moruno, cuyos fuertes cimientos se asientan en grandes sillares romanos, piedras reutilizadas por los árabes en el siglo IX para construir una de las principales fortalezas extremeñas.

Un castillo que se construyó firme y seguro en sus raíces, el hombre se integra en el viejo escenario vital hasta la impregnación, delicia de los muchos fotógrafos que pasan por nuestra Ciudad, impresionante mole reproducida mil veces en postales y acuarelas, en una armoniosa y pintoresca síntesis de lo medieval, ya casi como un elemento decorativo con sus torres albarranas y presidiendo la patrona de la ciudad, la virgen de la Victoria, colocada en una hornacina sobre la puerta de herradura. Un sol llameante la ilumina en un ocaso de oro al mediodía. Por la Calleja de los Mártires llegamos a la casa solar de los Pizarro, cuyo escudo campea en la fachada principal. Y es que los buenos hidalgos de entonces siempre dormían teniendo sobre la cabeza su blasón esculpido en piedra, en la portada de su casa cuando vivían, sobre su tumba cuando morían. Era su orgullo, su gloria, su tarjeta de visita, la mejor herencia que dejaban a sus descendientes. Y es verdad. Casas nobles, la de Francisco de Orellana o la de los Pizarro se confunden con la roca. Los hijos de Trujillo siempre han tenido temple de diamante. Francisco Pizarro, conquistador del Perú; Francisco de Orellana, el descubridor del Amazonas; Diego García de paredes, el hombre de las mil hazañas; Francisco de las Casas, que fundó Trujillo de Honduras y participó en la conquista de México; entre otros, así lo acreditan. Trujillo está escrito por los siglos. Aquí abrieron por primera vez sus ojos a la luz y de aquí salieron ilusionados hacia América, con el corazón angustiado y el cerebro lleno de aventuras y ambición, los héroes de nuestra historia nacional, algunos de ellos se bautizaron en la iglesia gótica de Santa María “La Mayor”, osario de ilustres linajes, fue mezquita árabe hasta la reconquista en el año 1232; su altar mayor contiene un magnífico retablo gótico que deslumbra con sus veinticinco tablas del taller de Fernando Gallego. Se podría seguir la enumeración de un gran número de palacios y casas solariegas, testigos de grandes hazañas y cargados de arte.

Salimos del barrio antiguo, para desembocar en la cuesta de San Andrés que nos presenta un conjunto urbano y bellísimo de carácter típico y en la lejanía urbanizable. Donde se ha ido asentando esa generación nueva que sucumbe cada día con el pie en el acelerador y la mano crispada sobre el volante, los viejos trujillanos que aún residen en la Villa se burlan de la muerte invierno tras invierno, mientras el calendario gira sin prisa entre murallas, palacios y casas fuertes. Porque las murallas los defienden y los palacios les cobijan. La Ciudad madre de aquellos veintidós Trujillos de América, es hoy una ciudad eminentemente turística, los descendientes de aquellos hombres que hicieron patria, viven y trabajan al igual que en todas partes para llevar a cabo la ruda conquista de cada día y cada hora por un futuro que se nos antoja satisfactorio. Atrás queda ese fabuloso espectáculo de murallas, torres y casas solariegas, y en lo alto del Cabezo de Zorro, el castillo que nos despide en la lejanía de este viaje de leyenda y de historia, de vida y recuerdos, ayer y hoy…

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