POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO).
El ciclo festivo de la vieja Ciudad —la llamo así por boca de Félix Urabayen— ha llegado a uno de sus momentos más álgidos. La Semana Santa toledana, declarada de Interés Turístico Internacional, ha vuelto a salir a las calles después de dos años en que todo se ha celebrado desde una ascesis de la que quizá debiéramos aprender algo. Y este año, por lo que se va viendo hasta ahora, tenemos una Semana Santa organizada a modo de piloto, puesto que las nuevas fórmulas que han traído tanto la pandemia como la creciente carestía de personas comprometidas en la vida cofrade son una muestra de que algo nos obliga a replantearnos las cosas.
Hasta ahora, las primeras procesiones y los primeros actos litúrgicos han salido bien. La Virgen de la Soledad volvió a salir a las calles el pasado Viernes de Dolores acompañada de un gran número de devotas de todas las edades. La Borriquita, que lleva a Cristo Triunfal sobre sí, volvió a recorrer Toledo acompañada de algunos miembros de su cofradía y de una nutrida representación de la Cofradía del Cristo del Calvario, como viene siendo tradición. Y, como novedad, el Jesús Nazareno de la parroquia de Santiago del Arrabal salió el Sábado de Dolores, tradición que espero quede escrita para años venideros en el calendario de las procesiones toledanas. Sobre esta cofradía, resulta interesante decir que sus estatutos fueron aprobados por el Cardenal Gregorio Aguirre el 21 de diciembre de 1910. Eran requisitos necesarios para ingresar en ella ser persona de buena conducta y haber cumplido con la Iglesia en el último año. Además, para ser hermano en sus orígenes, se nombrabauna comisión de dos hermanos que evaluaban el expediente del solicitante antes de permitirle ingresar. Una vez dentro, los cofrades pagaban veinticinco céntimos de peseta todos los domingos para garantizar las labores asistenciales de la cofradía. Si no pagaban en doce días, se quedaban sin el socorro que les asistía; y si no lo hacían en dieciséis días, se los expulsaba. La importancia de estos pagos estaba justificada en sus estatutos por los servicios asistenciales que con ellos se daban: seis pesetas para quien tenía que viajar por motivos personales habiendo cumplido los veinticinco años, seis pesetas para los que marchaban a la Milicia y treinta y cinco pesetas a la familia del cofrade cuando fallecía.
Por otra parte, el pregón de José María Cano fue una novedad con la que la Junta de Cofradías acertó de pleno. Un pregonero novedoso, con una visión completamente diferente de la Semana Santa toledana, que nos hizo mirarnos a través de sus ojos. Y es que en nuestra Semana Santa confluyen los elementos sustantivos del alma de la ciudad. No en vano, Adoración Gómez Camarero escribió en el programa del año 1954 que «la Semana Santa toledana tiene para el forastero de buen gusto el principal atractivo del ambiente tradicional y religioso de la ciudad, donde cualquier hombre culto, y desde luego todo espíritu devoto, puede sumergirse, como en ningún otro sitio, para mejor identificarse con la severa significación de esos días, y al mismo tiempo, saborear la liturgia de los divinos oficios, que aumenta de sentido en templos prestigiados por el arte y por los siglos (…) Aquí, aun sin entrar en los templos, los atrios, portadas, cruces murales, hornacinas, torres, cúpulas, espadañas, tañidos de campanas y ecos de música litúrgica nos hablan de espiritualidad religiosa, que se exalta en Semana Santa. Y, dentro de las iglesias, incontables motivos evocan la Pasión con Crucificados, Dolorosas, Calvarios y otras efigies o grupos imagineros ennoblecidos de antigüedad. La fe y el culto que se remontan a la antigüedad; la devoción arraigada en la tradición nada mejor que cultivarlos en medio tan antiguo y tradicional como Toledo».
Este año, la mirada del mundo cofrade se detiene con especial interés y con gran felicitación en el Capítulo de Caballeros Penitentes del Cristo Redentor, que cumple setenta y cinco años de vida desde que don Cruz Loaysa y don Tomás Martín Ruiz tuviesen la idea de su fundación poniendo como imagen al Cristo Redentor que se conserva en el Convento de Santo Domingo el Real. Imagen por cierto a la que invito a que los devotos se acerquen, como en su día lo hizo el Rey Alfonso XIII. Además, y como curiosidad, conviene señalar que en el Archivo del Convento de Santo Domingo el Real consta un documento fechado el día 20 de abril de 1859 en el que se concede una indulgencia a cuantos recen ante el Cristo Redentor de aquel lugar, según escribió el investigador Juan Jiménez Peñalosa. El documento, firmado por el Cardenal Cirilo Alameda y Brea y, en su nombre, por el Dr. D. Pablo de Yuma, Canciller Secretario, recogía que «deseando promover en cuanto podamos la devoción cristiana y alentarla con espirituales gracias, usando libremente de las facultades que nos competen, concedemos por las presentes cien días de indulgencia a todos los fieles por cada vez que devotamente rezaren el Paternoster, el Credo o el acto de contrición ante la imagen en talla de N.S. Jesucristo cargado con la Cruz que veneran las religiosas del convento de Santo Domingo el Real de esta ciudad». Según Jiménez Peñalosa, esta talla de Cristo Redentor, ante la que el investigador Luis Moreno Nieto asegura que rezó el Rey Alfonso XIII en 1928, fue donada a las monjas de la citada casa por don Ignacio López el 19 de marzo de 1859.
Más allá de todo esto, subyace en la Semana Santa toledana la importancia para el cristiano de los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Y en el no creyente, la importancia que estas celebraciones tienen por formar parte de nuestra cultura. Después de dos años celebrando la Semana Santa únicamente en el interior de los templos y con las dificultades que nos ha traído la pandemia, Toledo se abre a una nueva época en su devoción que, ojalá, sirva para valorar lo que no hemos podido tener estos años y, en consecuencia, a mimar aún más una de las celebraciones que nos hacen más toledanos y, por ende, más castellanos.