POR FRANCISCO PINILLA CASTRO Y CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA, CRONISTA OFICIALES DE VILA DEL RÍO (CÓRDOBA)
En Julio de 1950 salí al anochecer en el correo para Madrid con un objetivo: hacer unas oposiciones de ingreso en la RENFE como Aspirante a factor. Toda la noche la pasé en el tren sin dormir, en parte por el ruido que producía el tren y lo que hablaban los viajeros que ocupaban a tope asientos y pasillos; y en parte pensando en que podrían quitarme la maleta de madera que llevaba cargada de ropa y con los pocos dineros que me entregaron en casa, además del billete del tren.
Por la mañana del día siguiente llegué a Madrid, en la estación de Atocha me esperaban mis amigos, los hermanos Manolo y Pepe Vázquez, que vivieron en Villa del Río, en la casa de enfrente a la puerta de entrada a la capilla de Jesús Nazareno, próximos a mi casa, donde su padre tuvo un almacén de chatarraría y que después de varios años, se volvieron a su tierra.
Madrid, la capital de España, que es monumental, la contemplaba con gran sorpresa y asombro y no me dejaba concentrar en nada. Me comportaba como lo que era, “un paleto” al lado de mis espabilados amigos, mientras me llevaban a su casa en el barrio de Tetuán, donde permanecí una semana con ellos y con sus padres y hermanos, hasta que me dejaron acomodado en casa de Manuel, un villarrense casado con Estrella Centella que tenía pupilos en su vivienda en la calle Lombía 7 bajo 8, y matriculado en la academia Calderón de la Barca por la calle Sevilla, que se dedicaba a preparar a opositores que con las mismas intenciones que yo, deseaban ingresar como empleados en la RENFE, empresa de ferrocarriles de ámbito nacional que se dedicaba al transporte de viajeros y mercancías.
Para mí resultaba muy estimulante la estancia en Madrid. Cada día me adentraba más en ella y la conocía mejor, al mismo tiempo que aprendía a valorar las dificultades que había que vencer para conseguir el éxito, por el gran número de aspirantes, las pocas vacantes a cubrir y la disciplina a que se sometían los estudiantes, así que me tracé un plan a seguir: estudiar, estudiar y estudiar. Madrid ya lo conocería cuando terminara la obligación que me había llevado allí. Mi tesón y aprendizaje dio sus frutos e hizo que al cabo de un tiempo los profesores me tuvieran entre sus favoritos y no los defraudé.
Al mismo tiempo se convocó otra oposición para Auxiliar administrativo en la misma empresa, y como yo conocía la mecanografía al método ciego y la contabilidad, que también la exigían en esta especialidad, pues no tuve que esforzarme en preparar el examen. Lo que me faltaba era tiempo para repasar tantos temas. No obstante los tuve preparados a tiempo y obtuve plaza en las dos convocatorias, y me decanté por la de Administración, en la residencia de Alcázar de san Juan, teniendo que hacer renuncia a la de Aspirante a factor, que fue por lo que salí de mi pueblo.
Mi vida en Madrid estuvo salpicada de felicidad y estrecheces. En la pensión vivía un gran amigo y paisano, Sebastián García Mantas, que trabajaba de cartero y él tenía gratis el acceso para la clac en los teatros de la Gran Vía, donde hacía el reparto, y le acompañé algunos fines de semana a ver grandes representaciones: de Juanita Reina; los Zori, Santos y Codeso; Celia Gámez, etc. Las estrecheces económicas vivían conmigo; después de pagar la pensión, la academia, el metro y la ducha semanal, no me quedaba nada para diversiones, así que paseos higiénicos para despejarme era de lo que disfrutaba, además de las visitas los domingos, a la parroquia de la Purísima Concepción (por suerte para mí, tenía el mismo nombre que la de Villa del Río) en la calle Goya, y a los museos de entrada gratis.
Me incorporé al trabajo en Alcázar de San Juan en Abril de 1951, en el servicio Eléctrico, allí conocí a Alfonso Contretas Egea, era el oficial administrativo, que ascendió pronto en otra rama de Reclamaciones, y desde entonces quedé solo al frente del servicio.
En Alcázar permanecí siete años, y tuve muchos amigos y amigas. Al principio sufrí otra conmoción, las dos primeras noches no dormí. La primera me hospedé a las diez de la noche cuando llegué en el rápido, en una fonda “La Primera” junto a la estación, donde en toda la noche conocí el silencio, pues además del de los viajeros de los trenes –Alcázar es una estación de empalme con Madrid-Andalucía y Levante-, el trajín ferroviario era inmenso y el silbato y maniobras de los trenes llenaban el espacio. No salí de la habitación por miedo pero en toda la noche pegué ojo.
A la mañana siguiente hice mi presentación, un compañero se ofreció a buscarme pensión. Mejor no lo hubiera hecho, me llevó por la tarde noche, allí comí algo y no dormí nada. La casa estaba en un extremo del pueblo, muy distante del centro de trabajo y el matrimonio viejo que me recibía quiso que me conociera su familia, así que cuando llegamos había más de veinte personas esperándome. Yo desconfié un poco del recibimiento y durante toda la noche tuve la maleta y una silla detrás de la puerta.
Al día siguiente me buscaron otro lugar donde había otros ferroviarios de pensión en el centro del pueblo, y no sé si por los nervios o el cansancio, lo cierto es que pasé la noche durmiendo de un tirón.
Después tuve muchos amigos manchegos que me hicieron conocer aquel hermoso pueblo y en ocasiones visitamos ferias y fiestas de los pueblos que nos circundaban. Mi hermano mayor se colocó en el Economato de RENFE en Alcázar, se casó y allí se fue a vivir, llenando su presencia el vacío familiar que sentía. Hoy, mientras escribo estas líneas, recuerdo con nostalgia aquellos años de paseos de mi juventud por la calle Castelar, mis visitas a las iglesias de San Francisco y Santa Quiteria, los chatos de vino tinto que me tomaba en el bar Los Alaminos y las películas que vi en los cines Alcázar y Crisfel.