POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Aquella primavera, estando próximo a cumplir los quince años, don Bartolomé Cazalilla, mi maestro, anunció a los jóvenes de mi promoción, que sería el último año que cursaríamos en el grupo escolar Poeta Molleja, pues, habíamos alcanzado la edad obligatoria de escolaridad y ya no podíamos seguir en el centro.
No fue agradable para mí ni para mis amigos recibir aquella noticia, pues aunque fuera una obligación asistir a clase con todo lo que conllevaba la asistencia y el estudio, la verdad es que la carga no era pesada y disfrutábamos de mucho tiempo libre durante el día para nuestras diversiones, así que la noticia más bien nos contrarió.
Mis padres que, habían optado porque sus hijos fueran personas instruidas y que se habían esforzado desde que adquirieron nuestra responsabilidad en alejarnos de las faenas del campo, que entonces se consideraban rudas y penosas, hablaron con José Segura, un joven letrado con conocimientos escolares, para que yo asistiera a sus clases y no se me olvidara lo aprendido. Allí me encontré con otros condiscípulos que perseguían los mismos fines, pero sólo asistimos ese verano, ya que los alumnos conocíamos las enseñanzas que Segura impartía.
Nuevamente, mi padre, en su afán de prolongar mi juventud, y que no hiciera faenas agrícolas, que es lo que había en el pueblo, y que tan bien conocía él, habló con Santiago Calle, un factor de RENFE que venía a tomar vino a mi casa, y concertaron que me fuera de alumno a la estación. No ganaría nada, pero me adiestraría en el manejo de documentación contable, adquiría experiencia con el mundo laboral y mantendría relación con personas empleadas y responsables en el desarrollo de la empresa.
Así que, pasada la feria de septiembre, me vi atrapado en el mundillo ferroviario con un grupo de jóvenes factores: Francisco Platero Madueño, Benito Canales Criado, Alfonso Herrera Jurado, José Mora del Castillo; otros muchachos mayores que yo, Guillermo Sabio Fernández, Francisco Córdoba Rosauro, Luis Salguero Gallardo, Pedro Mantas Cantero, Joaquín Ayllón Polaina; y otros de mi edad, Miguel Cabrera Polo, Juan García Posse Abelardo Milagros, etc. y otros menores siguieron la cadena, Juan Mantas Marchal, Carmelo Cantero Cantero, Bartolomé Muñoz Menor, Cristóbal Romero Águila, de los que, unos conseguimos emplearnos y desarrollar nuestra vida laboral en la empresa y otros no.
En la estación nos lo pasábamos muy bien, al estar tantos alumnos, los factores nos repartían en las distintas oficinas: la de Gran Velocidad, estaba en el andén y junto a ella el almacén donde se depositaban las mercancías de pequeños volúmenes, y a nosotros nos encargaban el control de la entrada de las mercancías después de la descarga de los trenes, y de la entrega a los destinatarios después del despacho mediante unos documentos, y también de la facturación de los equipajes y de las mercancías de transporte urgente en los trenes de viajeros: aves, hielo, películas. Esto último hacía que estuviéramos en contacto con los porteros del cine que venían a facturarlas, y por la atención que le prestábamos luego nos dejaban entrar gratis.
La sala de espera de los viajeros, estaba dividida con un mostrador largo, y en la parte más estrecha había una báscula metálica con una gran base y un brazo rayado por el que corría el contrapeso que estabilizaba el péndulo señalando la pesada. Al otro lado del mostrador, siempre lleno a la hora de la llegada de trenes de viajeros, se formaban grandes colas de personal para adquirir los billetes de cartón que se vendían por la ventanilla de la taquilla que, formaba parte del despacho del jefe de estación. Ahí ningún alumno queríamos estar, por el compromiso de que los trenes de largo recorrido siempre venían completos, y el factor bajo su responsabilidad, siempre vendía algún billete sin derecho a asiento.
El mejor sitio para nuestra estancia era el muelle, hacia su mitad estaba la oficina. La parte primera se dedicaba a cajas de calzados, quesos, latas de conservas, sacos con algarrobas, garrafas, etc. y la parte posterior a los capachos, y rodeándolo se depositaban los vagones cargados de naranjas, de barriles de vino, de bidones de aceite, etc. o se hacía el trasiego de aceite y cereales. Y al final de este edificio, estaba el muelle descubierto donde se cargaba o descargaba el ganado: ovejas, cerdos y bestias de labor. Aquello era un mercado medieval, donde los ganaderos y negociantes se mezclaban con los transportistas en carros, y el ambiente estaba mezclado de olores a heno, pajas, cereales y excrementos de animales.
Así que entre el trasiego del personal que acudía a la estación, los transportistas, los estraperlistas, el coche de la Ureña y los continuos desplazamientos nuestros, hacía que disfrutáramos, en los entreactos del aprendizaje, con la movida tan variable que se desarrollaba entre el andén y las cantinas de Isabel, viuda de Arévalo y la de Alfonso Morales.
El verano de 1948 padecí una enfermedad que me tuvo postrado en cama una semana; cuando de nuevo me levanté mi cuerpo había enflaquecido y se había alargado.
Mi padre, un hombre muy responsable y amante de sus hijos, había estado muy preocupado durante mi postración y me visitaba con frecuencia, y ahora estaba feliz de ver que yo volvía a jugar y a “sudar” pues él decía que: “era bueno sudar en verano, ya que así se evaporan los malos humores”.
Todas las tardes, mi padre, se sentaba en una silla de anea en la acera, a la puerta de la taberna, que mantenía entreabierta y protegida con una cortina de listas multicolores, y desde lejos era visible su perfil delgado de nariz aguileña y piel fina rosada.
Una tarde de esas, se presentó el factor Castillo –un aguafiestas- a darle quejas a mi padre de mis ausencias a la estación, – estando ya restablecido, según él -, y cargando no sé cuantas culpas al futuro de una disciplina desordenada. Mi padre, sin pensarlo dos veces se levantó y silbó. Su silbido en el aire pronto llegó hasta mí que estaba jugando al balón en medio de la calle y sudando. Corrí a su llamada y él (mi padre) me acogió entre su brazo y me dijo: ¡te encuentras mejor hijo! Sí, le respondí. Pues sigue jugando que para el lunes te esperan en la estación. Sólo yo viví emocionado aquél momento, pues conocíamos la astucia de que se valía el ingrato factor para que castigaran a los aprendices que le sacábamos el trabajo, pero afortunadamente mi padre no se enredó en los argumentos nocivos que le contara para sacar su beneficio.
Contaré otra anécdota que ocurrió el siguiente invierno, teniendo como intermediario este siniestro sujeto.
Yo asistía ya menos a la estación, pues me iba haciendo mayor y me ocupaba más de otras labores en la casa, y por lo tanto me iba haciendo más independiente. Con otros amigos, habíamos contratado con el director de los Grupos Escolares de Lopera, jugar un partido de fútbol y allí, que era fiesta, habían organizado una recepción especial y después nos pasarían una película en el cine.
Cuando a primeras horas de la tarde, me dirigía hacia la Plazuela de la Cruz de los Mocitos, lugar de concentración, me encontré con Juanito Mantas, un alumno ferroviario discípulo del mentado factor, y todo el camino desde el Convento de las Monjas, fuimos hablando de la fascinante tarde que iba a disfrutar, así que sin pensárselo más el muchacho decidió venirse conmigo a Lopera.
La tarde y el viaje transcurrió conforme a lo programado; buen ambiente de amigos en el camión amenizado con coplas del momento; visita a un pueblo desconocido y, en el campo de sus magníficos Grupos escolares, se celebró el partido. A continuación nos acompañaron al local del cine, donde vimos Las cuatro plumas, y allí nos comimos un bocadillo que nos dieron a la entrada a los visitantes.
El regreso lo volvimos a hacer en el camión y aunque todo salió muy bien, para los que no llevaban permiso era demasiado tarde, y mientras tanto, el factor había tenido tiempo de visitar de nuevo a mi padre, para preguntar por mí, y por respuesta se llevó que estaba en Lopera con unos amigos.
Contrariado se fue a la taberna que Mantas tenía en la calle Capitán Laulet, hoy Libertad, un hermano del padre de mi amigo Juan. Y el padre de Juan, con una copa de más y sin conocimiento de dónde estaba su hijo, aceptó todos los cargos que le hicieron sobre el resultado a que podía conducir una mala conducta y la desobediencia.
Cuando el hombre mareado llegó a su casa y preguntó por Juanito, nadie sabía donde se encontraba, así que comenzó a disparatar y cuando el niño entraba en su hogar, antes de preguntarle la razón de la tardanza, la palabra mal hijo y desobediente llenaron la habitación y la correa aireada en círculo volandero rompió la única bombilla del hogar, confusión que aprovechó mi amigo para salirse de su domicilio y esconderse en el de su vecina más próximo a la calle, donde pasó parte de la noche debajo de la cama mientras lo buscaban.
Al día siguiente como el padre madrugaba para llevarse las cabras al prado, el niño volvió a su casa y su madre lo acostó y le dio el desayuno. Cuando llegó a la estación, el factor con recochineo le preguntó: “si todo le había salido bien ayer”.
A pesar de estas contrariedades, la vida de los niños no se veía afectada por traumas, seguíamos jugando olvidando los malos momentos, y no se conocía a los psiquiatras.