POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO SÁNCHEZ Y PINILLA, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Cuando se terminó la guerra, andando y en carros volvimos desde el cortijo llamado “Lantisco”, de Guarromán (Jaén) a nuestra casa en Villa del Río. ¿Qué pena, cómo estaba todo! Mis padres sufrieron mucho al encontrarla en aquel estado tan deplorable. La llave que cerraba la puerta de la habitación donde dejaron almacenados sus muebles, antes de la emigración, estaba arrancada y los respaldos de camas metálicas que quedaban estaban dispersos por la casa y el patio, junto con los de mi abuela y tías que vivíamos allí. El resto del mobiliario y ropas habían sido saqueadas e incendiadas en el gran patio de flores donde mis padres habían celebrado su boda unos años antes.
Junto a la desgracia, en aquellas personas sufridoras renace la ilusión, y pronto, todos se afanaron en el resurgimiento: las mujeres sacan agua del pozo, traen cal y lo deshollinan todo, desde las porquerizas y las cuadras hasta la fachada de la calle, y mi padre y mi tío se afanan en las labores agrícolas, pero mi padre ya no estaba para estos trabajos, así que; mi madre, más lista, al ver que la salud de mi padre venía quebrantada con una úlcera de estómago y no respondía a las rudas faenas del campo, gestionó pronto otra casa donde instaló un negocio: una taberna. Y acertó, pues tuvo una buena clientela y gran éxito de ventas durante nuestra corta estancia en aquel lugar.
Además, por los conocimientos que mi padre tenía del ganado y las buenas relaciones que le unía con los labradores, se dedicó a corredor de ganado mayor, así que pronto mulos, yeguas, caballos y burros no pararon de entrar y salir en nuestras cuadras y de pasear el extrarradio del pueblo por la zona del cementerio, con tratantes que le ojeaban las cualidades.
Allí estuvimos un año escaso, enseguida nos mudamos. La cruel realidad de aquellos años, les había hecho evolucionar y ya no querían que sus hijos fueran agricultores, sino que los querían más instruidos, y deseaban que aprendieran a leer y escribir.
La casa de la taberna está en la calle Pescadería, es la segunda, hace esquina con el Puente Montoro, y no digo mal al decir que hace esquina, pues la primera casa que hay, actualmente es un bar de Rafael Pinilla y hace esquina, pero tiene su fachada remetida y la esquina es un solar, así que la segunda casa, la que nosotros ocupábamos también hace esquina y, actualmente es utilizada de zapatería. Desde su ventana interior de la primera planta veíamos el fútbol cuando los partidos se jugaban en la huerta Torres.
El Puente Montoro, o plazuela, recibe el nombre de un pequeño puente que había en la carretera en la prolongación de las actuales calles de la Plaza de España con la calle Pescadería, (por donde seguía el curso el agua del arroyo Caballeros en épocas de invierno y de grandes lluvias, que en ocasiones anegaron los terrenos de entre la vía y postigos de viviendas, y algunas casas de la Plaza de España) y, tomarse en este cruce la dirección al vecino pueblo de Montoro,
Este puente, tenía a ambos lados un petril de grandes piedras rectangulares que servía de guía y protección en la calle, y de descansadero a las personas mayores que no trabajaban por falta de salud unas veces, y de empleos las más, y allí se reunían con sus largas chambras negras, semidescalzos y semialimentados a contarse las penas de la desastrosa guerra.
También se reunían allí los vecinos de esta zona del pueblo, para esperar los cortejos fúnebres de los entierros; por entonces estos desfiles venían acompañados del párroco, los más importantes con varias capas, y las cajas de los párvulos, adornadas con flores de celindas blancas y cintas, eran llevadas por niños.
Cuando se aproximaba el féretro, todos los hombres se descubrían quitándose el sombrero y hacían una reverencia, y cuando pasaba el personal del duelo, se introducían en la comitiva y los acompañaban hasta el cementerio, para volver después en grupos a la casa de un vecino de los dolientes a dar el pésame.
Esta zona del pueblo estaba superpoblada, y por las tardes noche, cuando los hombres se iban a la taberna, los niños que, durante el día estábamos en la ribera del río, en los paerones buscando abubillas, gorriones o grajos; en las eras o en el paso de las Aceñas, pues a la escuela no íbamos casi nadie; al llegar la noche salíamos como hongos alrededor del Puente Montoro y allí montábamos el circo: saltábamos a piola unos sobre otros que formaban hileras; dábamos grandes zancadas para cruzar la calle a ver quien la daba más grande; nos dábamos carrerillas de una esquina a otra en la calle Pescadería; corríamos y saltábamos por las piedras del puente, o nos íbamos a fastidiar a los murciélagos con una caña que introducíamos en los huecos de los tubos metálicos que sostenían los hilos de la escasa luz, que había clavados en las fachadas de algunas casas.
Los más mozuelos, ya algo más formales, hacían grandes corros junto con las nenas y en ellos cantaban canciones invitando a agarrarse de las manos en torno a la fuente pública que había en la plazoleta. Y todo esto lo podíamos hacer gracias a que no había coches, ni televisión, ni plazas escolares, y los juegos solamente eran interrumpidos en verano cuando pasaba algún carro cargado de cereales o de paja.
Así transcurría mi infancia entre 1939/40 en Villa del Río, y muy hondos están en mí aquellos recuerdos, que afloran cuando veo por las calles de Córdoba a niños y niñas de mi, entonces edad, (8 años), muy arregladitos y cargados con carpetas de gran peso que atesoran mucho saber. Y yo me pregunto: ¿no sería mejor vivir la niñez y aplazar la ciencia? Como decía Juan Jacobo Rouseau.