POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
(Hoy se cumplen 300 años justos del fallecimiento de esta mística)
Aún queda por esclarecer por los doctores la aportación que a la mística española hizo una murciana, acaso no tan anónima entre los expertos en la materia, pero desconocida por muchos. Pero su vida y obra la convierten en una de las pocas religiosas que, por dedicarse a su auténtica vocación, exigió al Papa que la dispensara de gobernar un convento: el de las Agustinas Descalzas de Murcia.
Juana de Tomás-Montijo y Herrera nació en Murcia el 17 de febrero de 1672, hija de un matrimonio que regresó de las Indias. Desde muy niña mostraba cierta atracción por los asuntos religiosos, hasta el extremo de recriminar a su madre porque, cierto día, le había negado la limosna a un pobre a pesar de las muchas riquezas que había cosechado la familia en América. Pronto la pequeña destacó en el estudio del latín y en el conocimiento del catecismo, lo que permitió que recibiera la comunión a los nueve años, fecha temprana para la época.
Juana enfermó al poco tiempo. Y tanta era su gravedad que incluso recibió la unción de enfermos, temerosa la familia de que muriera. Todavía convaleciente y con apenas once años de edad, un joven intentó cortejarla, lo que provocó en ella cierta relajación en las costumbres piadosas que observaba. Pero, según confesó más tarde, en la víspera del día de la Encarnación, escuchó la voz de Cristo que la animaba a seguirlo. Y, al instante, pidió el ingreso en el convento del Corpus Christi que las Agustinas mantenían en la ciudad.
A pesar de las reticencias de la madre, quien se había casado en segundas nupcias y exigió que varios sacerdotes cuestionaran tan temprana vocación, Juana se convirtió en agustina descalza en 1688. Durante un tiempo, por su carácter detallista comenzó a destacar en el convento como hermana ropera y sus votos se resintieron. Hasta que un día, ante la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, actual titular de la cofradía de los Salzillos, sintió su vocación redoblada.
Firmada con su sangre
Durante varios años consagró su vida a la penitencia, sufriendo incontables dolencias que ocultaba a las hermanas, a pesar de que, en diversas ocasiones, le impusieron de nuevo la extremaunción porque temían por su vida. La religiosa sufrió el silencio de Dios, como tantos ascetas, durante mucho tiempo. Está documentado que cuando tenía 26 años, por si fuera poco, padeció un cáncer de pecho.
Al someterse a los cuidados de las monjas descubrieron que su espalda estaba llagada de cardenales, fruto de la penitencia. Otra vez sintió la tentación de abandonar el convento, impulso que saldó con una emotiva carta a la virgen, que firmó con su propia sangre. Las descripciones que en obras de la época se conservan sobre las excesivas penitencias de la religiosa son asombrosas.
Cilios de cuerdas y alfileres, púas de vidrio, espinos y clavos retorcidos sangraban su cuerpo. A estos terribles instrumentos, que incluso prohibió la propia Iglesia, se sumaban alambres y cruces con pinchos que aplicaba a su pecho, espaldas y muslos, sin mencionar la cera ardiente.
Curada de aquel mal, otros la aquejarían mientras se dedicaba al carisma de enfermera que le permitió conocer, según diversos testimonios, si las almas de quienes morían entraban o no al cielo. Pasado un tiempo y nombrada sacristana, una hermana la sorprendió levitando, lo que provocó que le exigiera a aquella religiosa que jamás contara lo que había visto.
Más tarde, como tornera, cundió la fama de que sabía aconsejar con destreza a cuantos se acercaban. Así que a nadie extrañó que la nombraran priora en 1711, cuando contaba 39 años. Y se hizo por imposición del célebre cardenal Belluga, quien la obligó a aceptar el cargo a pesar de que ella se consideraba indigna. De nada sirvieron sus excusas para eludir aquella tarea que decía sobrepasarla. Pero sor Juana no se arredró. Hasta que logró que Roma, por encima del omnipotente monseñor, la dispensara de asumir la responsabilidad. Durante su oficio de tornera, según las crónicas, fue visitada por Cristo en forma de mendigo y de niño, correspondiendo ella con la tradicional limosna que siempre se multiplicaba, en aquellos y otros casos, a pesar de los escasos recursos.
Escribir como penitencia
Sus últimos cuatro años de vida se dedicó a ejercer el puesto de maestra de novicias mientras su confesor, el jesuita Luis Ignacio Zeballos, le impuso de penitencia escribir sus experiencias. No adivinaba el sacerdote ?o caso sí? que legaría para la posteridad una espléndida obra mística, incluso superior a otros autores más reconocidos por la historia. Entretanto, cuando se edificó el actual convento de las Agustinas, la venerable hermana denunció ante el obispo, José Tomás de Montes, la suntuosidad del edificio que se construía. No le hicieron caso.
Concluida su obra, una nueva enfermedad la atenazó. Creyeron las hermanas que, después de tantas dolencias, era una prueba más a su espíritu. Pero ella reclamó la presencia del confesor pues intuía la cercanía de la muerte. Hasta el obispo, Francisco de Angulo, acudió a visitarla y, no sin sorpresa, la monja, tras revelarle que se moría, le advirtió que a él tampoco le quedaban muchos días en esta tierra. Así fue.
En sus últimos años redujo su alimentación a una pequeña ración diaria que condimentaba con hierbas amargas y ceniza, cuando no comía cáscaras y hasta el pienso de las gallinas, para mayor suplicio. Como otra forma de penitencia pasaba horas en oración sin espantar siquiera a las moscas y mosquitos que le entraban en la boca.
Su combate con el demonio también fue legendario. Algunas veces, cuando se disponía a confesar, la lengua se le hinchaba impidiéndole pronunciar palabra. O cuando comenzaba a escribir se llenaba su celda de enjambres de murciélagos y abejas. Sin embargo, a igual ritmo creían los prodigios: las mariposas de aceite a su cargo ardían por días sin que las cebara, continuaban las levitaciones y las curaciones de otras hermanas a las que cuidaba.
Bibliografía desconocida
Sor Juana murió a los 43 años de edad el 11 de noviembre de 1715. Ya entonces la consideraban la Santa Teresa de Murcia. Su confesor ordenó y publicó los escritos de la religiosa, convirtiéndola en la más destacada autora de las Agustinas y en cuya producción destacan tres obras: ?Pasión de Cristo? (Madrid, 1720); ¿Despertador del alma religiosa? (Madrid, 1723) y ?Vida y virtudes, favores del cielo, prodigios y maravillas? (Madrid, 1726). Diversas ediciones y trabajos sobre su vida y obra componen una bibliografía tan desconocida como su propia vida. Quizá los murcianos, aunque de forma postrera, le brindaron el anonimato que siempre anheló.
Fuente: http://blogs.laverdad.es/