UNA TEMPORADA INVERNAL DE LLUVIAS EN LOS CAMPOS DE 1887
Mar 07 2016

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

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Transcurría el invierno del año 1887, cuando las incesantes lluvias caídas durante cuatro o cinco días seguidos aseguraban las cosechas de los campos de secano y, a la vez, lavaba los árboles de la frondosa huerta y les daba un brillo especial a las naranjas, limones y frutas.

Según refería el rotativo ‘El Diario de Murcia’ en un artículo de Martínez Tornel, del mes de marzo de ese año 1887, esos días estaba cayendo un temporal de agua limpia, sin tierra ni granizo y, como además caía de forma continua y no asomaban los temidos barrancos de agua, lodo, piedras y matojos, no se temía riada alguna; ya que su caudal no experimentó ningún aumento.

El mercadillo diario del pueblo se tuvo que suspender ya que las intensas lluvias habían dejado las huertas y caminos encharcados. Por tal motivo, los agricultores no podían entrar a recolectar la mercancía que debían vender.

Los huertanos más acomodados quedaban en sus casas disfrutando de su familia, alrededor de una hoguera de leña. Ese amor a la lumbre lo celebraban con unos tostones de panizo moruno que, al ser calentados en la sartén, saltaban, con un estruendoso ruido.

A la sartén había que colocarle una tapadera para que no se desperdigaran por el suelo, algunos de los tostones, de forma caprichosa, saltaban en forma de flores blancas, que saboreaban con deleite y, quién podía las untaba con miel: ¡A los ricos tostones con miel!

Tanto en el pueblo como en los caseríos del campo, los zagales, salían a sus patios y ejidos para pillar a los pájaros que revoloteaban a sus alrededores para picar las migajas de pan y algún grano de cereal: maíz, trigo, cebada o centeno, esturreados por el entorno de sus viviendas.

Otros, de más edad, se alejaban un poco más de la casa, colocándose un saco en la cabeza al cual le hacían una caperuza y, además de la cabeza, les cubría las espaldas. Sí, con este cachulero al hombro se dedicaban a coger caracoles, tan pronto como aparecía un ojico de sol. Para caminar por terrenos encharcados y resbaladizos, utilizaban unos zancos, esparteñas o abarcas.

Las huertanas, tanto del pueblo como de los caseríos del campo, salían a sus corrales aledaños para dar de comer a sus aves gallináceas y recoger los huevos de sus gallinas ponedoras. A su vez, las personas tullidas y las mayores, se dedicaban a confeccionar cordeta, al calor de la lumbre, con su manojo de esparto semi cocido bajo el brazo.

Los chicos que no iban a cazar pájaros ni coger caracoles, se dedicaban a perder el tiempo pisoteando charcos, para comprobar quien hacía salpicar el agua más lejos y más alto. El resultado es que se ponían de barro hasta las cencerretas, a la vez que escuchaban, y hacían oídos sordos ante las continuas llamadas de sus madres que a viva voz, le gritaban ¡Condenados, qué estáis haciendo!

El columnista del ‘Diario de Murcia’, Martínez Tornel, daba un énfasis especial a los agricultores, que al no poder ocuparse de las labores cotidianas de la huerta se marchaban a las tabernas y los colmados del pueblo; mientras que los del campo se dispersaban por las ventas y ventorrillos. Allí, se pasaban las horas muertas, bebiendo, jugando a las cartas y dialogando sobre las actividades y problemática de la agricultura.

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