UNA VISIÓN ECLESIAL DE LA ASTURIAS DE LOS SIGLOS XIV AL XVI
May 08 2024

POR  FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)

“Era de mil et quatroçientos et quinze annos, sábado, diez et nueve días del mes de deziembre…”

Así comienza una de las constituciones sinodales que manan del Obispado de Oviedo a través de las cuales puede hacerse un acertado bosquejo de la forma de vida y costumbres de la Asturias de hace seiscientos años.

Así sabemos que había más de cien días al año con obligación de oír misa, motivo por el que el prelado Gutierre Gómez de Toledo dejó escrito: “Nos, queriendo abreviar la muchedumbre de las fiestas porque los omes trabajen et el diablo no los falle oçiosos, declaramos cuales fiestas son de guardar, las cuales mandamos que sean guardadas et el que las menospreciar guardar sea costreñido por su cura que las guarde”.

Seguidamente señala de forma detallada 43 días festivos, además -por supuesto- de los aproximadamente 52 domingos que tiene cada año.

Una de las prerrogativas de los obispos era la de reservarse para ellos el perdón de ciertos pecados, cosa que estaba prohibida a los curas, como en el caso de homicidios voluntarios, fornicadores con parientes o con monjas, los que no pagasen los diezmos, los que no devolviesen las cosas robadas o mal ganadas, los incendiarios y otros.

No era pequeño el poder de los curas, con obligación de llevar un libro parroquial con los nombres de los feligreses que se confesasen con él. Si no lo hacía así, el cura debería pagar una multa de 20 maravedís a la cámara episcopal.

Para aquellos parroquianos que no se confesasen, la normativa es que fueran expulsados de la iglesia, y si muriesen no podían recibir sepultura eclesiástica.

Estas normas serían hoy la antítesis absoluta de nuestros usos y costumbres al comparar -por ejemplo- el elevadísimo número de personas que fallecen sin haber cruzado para nada las puertas de una iglesia desde años antes de su muerte y -sin embargo- en su esquela mortuoria se hace notar de forma rutinaria que falleció “habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Bendición Apóstolica”. Una falsedad absoluta a la que estamos más que acostumbrados.

La relación de parroquianos que confesaban -o dejaban de hacerlo- la presentaba su párroco en Oviedo cada día primero de mayo.

Penas, castigos y multas de hasta 100 maravedís se establecían para los clérigos que no cumpliesen todas las órdenes que -por carta- les remitían desde el Obispado, o el deán, los vicarios y los arcedianos.

Como había curas que empeñaban bienes de las iglesias, incluidos cálices y ornamentos, vendían imágenes, cuadros, etc. que consideraban antiguos y que podían canjear por dinero para otros menesteres, estaba penado con el siguiente castigo: se multaba al cura y al que adquiría los viene,s y el importe de la multa se dividía después en tres partes, una para el obispado, otra para la iglesia y la tercera para quien lo denunciara.

Hubo épocas en las que a algunos feligreses ricos se les permitía enterrarse en el interior de las iglesias, pero si sus sepulturas se situaban en el suelo no podían sobresalir del nivel del mismo, para no entorpecer el tránsito, y en caso contrario la multa alcanzaba los 500 maravedís.

Algunos clérigos eran excomulgados por uno, dos o tres meses; estos últimos debían ir a la cárcel hasta que se arrepintiesen de forma pública.

Se les recordaba que a su muerte devolviesen a la Iglesia los bienes de los que habían disfrutado en vida y que no eran de su propiedad, como viñas, prados, casas, molinos, etc. Orden que se hacía extensiva a dueñas y hombres poderosos.

Era habitual que un cura que cantaba misa por primera vez tenía que darle al arcipreste de la parroquia un carnero y cien aves, lo mismo que regalar cerdas y carneros al deán y a los arcedianos, norma que suprimió el nuevo obispo Gutierre Gómez de Toledo.

Si a un clérigo se le sorprendía sin sotana o sin coronilla (tonsura en el cuero cabelludo) debía pagar 10 maravedís de multa.

Si se demostraba que cobraban por administrar los sacramentos, curas y capellanes eran excomulgados, ya que solo podían aceptar los regalos que les hiciesen después de administrados. Un año de cárcel era la sanción si fallecía un feligrés sin bautizar o sin confesar por negligencia o culpa del cura.

En el sínodo de 4 al 23 de mayo del año 1553, el obispo Christóbal de Rojas y Sandoval dejó dicho que era cosa escandalosa que los eclesiásticos tuviesen hijos y mucho más tenerlos y criarlos en sus casas, lo cual -según él- hacían muchos en Asturias, tampoco los podían bautizar, casar ni velar en su propia casa, bajo pena de sanción de seis mil maravedís por cada cosa incumplida de las anteriores citadas.

Todo estaba reglamentado con detalle: la calidad y el color de sus vestiduras, la prohibición de que portasen armas y de jugar a naipes, dados ni dinero, al igual que cantar o bailar en bodas u otras fiestas.

También la Iglesia les prohibía acudir a las corridas de toros (“cosso do corrieren toros”).

Si una persona fallecía sin haber hecho testamento, los herederos estaban obligados a disponer que la quinta parte de la herencia se dedicase a celebrar misas y aniversarios por el alma del fallecido.

En este sentido es muy curioso el caso de que como algunas personas dudaban de que sus herederos cumpliesen sus deseos de celebrar misas por el descargo de sus almas después de fallecer, la Iglesia permitía celebrar en vida las misas y oficios que serían propios tras la muerte. De forma que el obispo ordenó que -tras la muerte- no fuese obligatorio volver a celebrar dichos oficios, porque ello sería “una gran carga e inconveniente, pues los bienes hechos en vida son más ciertos y meritorios al alma”.

Y hablando de la muerte es conveniente recordar aquí que en los entierros y velatorios se proferían gritos de dolor por parte de la familia del difunto, se tiraban del cabello y se rasgaban la cara hasta hacerse sangrar, razón por la que el obispado notificó que aunque por dolor, aflicción o piedad se podía llorar a los muertos, se prohibía el llanto “desordenado y clamoroso” y si -a pesar de las advertencias- los gritos y expresiones de dolor “más propias de gentiles que de cristianos” impidiesen celebrar las exequias con dignidad, estas deberían suspenderse.

Los dispendios en la celebración de los entierros eran muy notables, llegando a gastar las familias menos pudientes buena parte de la herencia en dar de comer y beber a todos los que asistían “llegando incluso a quedar los hijos pobres y sin criar”.

Así se prohibió hacerlo con las personas legas, excepto parientes hasta en cuarto grado.

Además se destacaba que después de haber comido y bebido, solían levantarse cuestiones de las que derivaban “escándalos y otros inconvenientes”.

Dos reales de multa se les exigían a los que en los cementerios celebrasen reuniones de concejos, jugasen dentro a naipes, pelota, birlos (bolos), berrón (dar gritos) o hiciesen bailes y danzas.

Era de obligado cumplimiento que las vestiduras, corporales y paños de los cálices tenían que lavarlos los curas con sus propias manos y jabón al menos dos veces al año, una en Semana Santa y por san Miguel, en septiembre, haciendo notar que el agua con la que esas prendas se lavaron no podía tirarse, sino que se echaría en la pila de bautizar…

Muchos pobres pedían limosna en el interior de los templos durante las celebraciones religiosas, por lo que se les obligó a que se quedasen en los soportales, pórticos y puertas, en los mismos lugares donde hoy los seguimos encontrando.

Se dictaron normas para impedir que las enemistades entre los parroquianos se hiciesen patentes en las iglesias, pues había casos en los que se llegaba a las manos entre ellos e, incluso, a las armas.

Aunque en teoría los templos son las casas de todos y cada uno se pone donde le place, no era así en los siglos de los que hablamos, puesto que los primeros lugares estaban reservados a los caballeros, después a los hijosdalgo y escuderos principales, tras estos los hijosdalgo comunes y, al final, los labradores y pecheros.

La misma honra y lugar era también para las mujeres de cada uno de los grupos citados.

Al fin y al cabo hasta hace bien pocas décadas mujeres y hombres (y niñas y niños) ocupaban lugares separados en los templos.

Desde el siglo XIV al XVI se celebraron en Oviedo veintiún sínodos o juntas generales del clero en los que se dictaron las normas de todo tipo que afectaron a los asturianos de la época y condicionaron sus vidas bajo duras penas, multas y excomuniones, con todo lo que ello significaba para aquellas pobres gentes, en muchos casos analfabetas.

¡Qué poder de aquella Iglesia sobre vidas y haciendas!

Uno de los sínodos o juntas del clero de una diócesis -convocados y presididos por el obispo- concluye así:

“Son órdenes de don Christóbal de Rojas y Sandoval, por la gracia de Dios y de la Santa Iglesia de Roma, obispo de Oviedo, conde de Noreña, del Consejo de su Majestad, a todos los vecinos y moradores de la ciudad de Oviedo y de todas las otras villas y lugares de este nuestro obispado, así hombres como mujeres de cualquier estado y condición que sean, salud y gracia”.

Y para concluir con el mismo sentido que lo hasta aquí escrito, se podría decir que se acabó de redactar el presente artículo en la muy noble Villa de Las Arriondas, a VIII días del mes de mayo del año MMXXIV.

FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez

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