POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es la diversidad una virtud ancestral comúnmente despreciada. Prolifera en los orígenes de todo y todo acaba por engendrarlo. Renace en cualquiera que sea el espacio humano y tiende a singularizar cuanto nos rodea. En la diferencia que lo define, aquella que hace diversa la singularidad, está la fuerza que conforma su estructura. Haciendo por partes iguales distinta y común la extraña disparidad de cada una de las partes, se asegura un futuro de esperanza, puesto que, en todo lo nuevo, hemos de encontrar la certidumbre de un pasado desigual que una vez fue anhelado para nunca repetirse. Que nada parte de la normalización, de la repetición de un modelo reconocible, para reiterarse hasta la saciedad. Ni ocurre con los individuos ni sucede con las estructuras que estos generan. Alumbradas como reflejos de las muchas posibilidades, las sociedades llegan a un punto de hibridación tal que la unificación de cada una de las partes en un todo reconocible se convierte en el único acaso deseable.
Así lo entendieron en tiempos pretéritos una plétora de ciudadanos esperanzados en un futuro exitoso. Asumiendo identidades culturales se fueron conformando superestructuras políticas de complejas tradiciones reinventadas en aras de una realidad imperante donde todo lo asumido cupiera. Esas organizaciones sociales llamadas civilizaciones ofrecieron un triunfo de la unificación de lo extravagante más frecuente de lo que se pueda pensar y marco del progreso humano más necesario y justificado. Y, si no me creen, traten de homogeneizar el concepto de Mesopotamia desde el mucho al poco, desde el concepto global de aquella civilización a la identidad de cada una de sus porciones. Grecia, Persia, Roma, Egipto… Todas aquellas superestructuras partieron de una suma integrada por tantos números primos como Srinivasa Ramanujan pudo albergar en su prodigiosa mente.
En las distancias cortas que marca este Paraíso en el que tengo la suerte de vivir, los números primos han llegado a conformar una comunidad definida y cohesionada. Del asentamiento disperso de las peonadas pastoriles lideradas en siglo XIII por caballeros villanos de la insigne Segovia de nuestras entretelas, se pasó a los núcleos de población constituidos al calor de las residencias regias, gérmenes de los asentamientos víricos que habrían de alumbrar varios conatos fallidos de municipalización durante los siglos XV y XVI hasta el éxito urbanizador del XVIII, cuando la construcción del palacio de La Granja de San Ildefonso concentró la voluntad política entorno a la industrialización y el crecimiento social en el ya reconocido Real Sitio de San Ildefonso. Ahora bien, la constitución de la entidad jurídica el 22 de mayo de 1810 no acabó con la diversidad que una vez preparó la necesidad administrativa. Fieles al híbrido origen, las comunidades integrantes de tan singular espacio han venido manteniendo su singularidad a base de tradiciones culturales de difícil simplificación. Desde el umbral pastoril y cinegético de Valsaín a lo cortesano de La Granja de San Ildefonso, pasando por la industrialización pinariega de la Pradera de Navalhorno y el escape diletante de los rosáceos muros de Riofrío, este Real Sitio ha pregonado la diferencia de su carácter durante siglos de indiferencia generalizada. Reforzados los lazos jurídicos en una comunidad siempre distinta, siempre distante de la cohesión de sus partes, hay pocos lugares más singulares en su homogeneidad alternativa. Qué, de discordes, ni con el topónimo nos aclaramos.
Mas, como suele ocurrir con este y otros cuentos, la incongruencia del resultado, la normalidad en la jerigonza nos ha regularizado hasta vulgarizar la diferencia. Dicho en otras palabras, siendo distintos en un todo homogéneo, nos esforzamos en defender una singularidad que no existe. A diferencia de lo que experimentamos los de este extraño bosque habitado, otros han decidido romper con un pasado de diferencia aglutinadora para planchar cada una de las arrugas de su rostro hasta formar una insulsa planicie que nada dice ya. Asumida la diferencia como base para romper la cohesión de los distintos, algunos pregonan que cada parte debe partir hacia una ortodoxia alejada de ligazón identificable. Presos de esa enfermedad que expulsa lo ajeno como pernicioso, las sociedades, desde el siglo XIX, iniciaron un camino terrible hacia la desaparición del mosaico social. Usando motes como “Unificación o Muerte”, hasta las partes más insignificantes remanecieron una lucha contra la pluralidad que llevaría al mundo conocido hacia un colapso evitable.
Unidos o muertos, como clamaban aquellos militares serbios a principios del siglo XX, instigadores de la llamada Mano Negra, esos funestos líderes interesados llevaron su absurda pretensión de confundir nación con Estado hasta el paroxismo nacionalista de la Gran Guerra y sus cerca de veinte millones de muertos enterrados por los imperialismos supremacistas de unas potencias incapaces de asumir la grandeza de una suma de identidades desiguales. Ya fuera conquistando tierras incultas desde la atalaya de la prepotencia imbuida en la asunción religiosa y mesiánica más miserable, organizando sociedades somatizadas por una creencia arcana y oscura o exportando modelos políticos allá donde nada se ha enseñado, los seres humanos se han esforzado durante milenios para que la ortodoxia cristiana y mística, socialista y utópica, fascista y misérrima, capitalista y embaucadora, musulmana y sumisa, nos regale un futuro carente de imaginación, justo allí donde la esperanza está perdida.
En un mundo cada vez más próximo a otra regularización de la diversidad, este que suscribe no deja de sorprenderse por lo frecuente que siguen siendo las comunidades levantadas sobre una promesa miscelánea. Ya viva uno entre los anaranjados pinos de copa revirada, a la sombra de un encinar poblado por gamos diletantes, entre callejuelas de dos toesas y acacias señoronas o acostados entre cerro y collado; ya vea uno una romería fervorosa camino del puente de los Canales, una algarabía jocosa de blancas pelucas y jubones sedosos bajo el espantajo amorfo proyectado por la puerta del Barrio Bajo; la pertenencia a una singularidad nunca habrá de romper la coyunda de una comunidad comprometida con la defensa de cada una de las partes que la constituyen. Unidos y no muertos es como deberemos labrar un futuro cierto donde se pueda ser desigual; donde se pueda ser trino entre semejantes, extraño entre afines, nación sin tacha y Estado con naciones.