POR ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
En el momento actual, tal como vemos que se están desarrollando las cosas, todo vale. Valen las expresiones groseras, valen los insultos, valen las faltas de respeto, valen los atentados contra las creencias, valen, valen, valen…: todo vale, cuando tal vez, lo mejor sería adornarnos con cualidades tan sencillas y baratas como los buenos modales, la cortesía y la educación, que no son otra cosa que urbanidad.
Recuerdo que de niños, en el colegio se nos enseñaba a comportarnos, ya no sólo con los demás sino también con nosotros mismos, incluso en la forma de vestir. En ocasiones, antes y aún ahora, una manera de evitar distinciones y de evitar calentamientos de cabeza a los progenitores es el establecimiento de normas en los centros de enseñanza que, incluso, van referidas al uniforme y a los materiales que hay que llevar al centro de enseñanza.
Uno de los primeros ejemplos sobre este tipo de normativa en Orihuela, lo encontramos en 1872, en el segundo intento de establecer un colegio de segunda enseñanza la Compañía de Jesús en la ciudad, siendo, por el contrario la tercera vez que intentaron asentarse en Orihuela.
Recordemos que la primera ocasión acaeció, en 1695, en unos momentos que como dice Fernando de Jesús de Lasala Claver, la ciudad oriolana estaba “saturada de conventos”, y tiene razón en ello, pues eran nueve las órdenes masculinas que habían fundado (mercedarios, agustinos, franciscanos observantes, dominicos, trinitarios, carmelitas calzados, capuchinos, alcantarinos y hospitalarios), y tres femeninas (clarisas, agustinas y dominicas). En la fecha indicada los jesuitas establecieron su Colegio-residencia de la Inmaculada Concepción, San Joaquín y Santa Ana, en el lugar que actualmente se encuentra el monasterio de la Visitación. Allí estuvieron los Hijos de San Ignacio hasta su expulsión por Carlos III, en 1767. Una segunda etapa fue en 1868, tras haberles cedido, en verano de ese año, el edificio de la antigua Universidad el obispo Pedro María Cubero López de Padilla, al que Isabel II se lo donó con motivo de su visita a Orihuela, en 1862. El 15 de septiembre de 1868 se inauguraron las clases de lo que pasó a llamarse Colegio de San Estanislao, y de cuyos veinte primeros alumnos encontramos a los que después fueron los médicos oriolanos Justo Lafuente Esquer y Amancio Meseguer López. Apenas quince días estuvo en funcionamiento, pues cerró el 3 de octubre de ese año, dos días antes de producirse en Cádiz la Revolución Gloriosa. La Compañía de Jesús fue suprimida entonces, en la Península e islas adyacentes, y el colegio oriolano fue clausurado, pasando de nuevo el edificio al obispo, devolviéndose el dinero que habían abonado las familias para los gastos de los alumnos.
La tercera etapa, en la que vamos a detenernos, se desarrolla a partir de 1872, después de que el año anterior como motivo de la predicación de un novenario dedicado a la Inmaculada Concepción, por parte del padre Goberna, jesuita, se le instó para que, de nuevo, los padre de la Compañía de Jesús regresaran y se hicieran cargo del colegio, tal como sucedió en el mes de febrero. Para ello, vísperas de la inauguración del curso 1872-1873, arribaron a Orihuela los padres siguientes: Hermenegildo Jacas (rector), Baltasar Homs, José Mª Lesquibar, Gregorio Pano, Manuel Pérez Jorge, Santiago Rodríguez, Martín Rando, Bernardo Requesens y Martín Juan. Éstos iban acompañados por seis hermanos que asumieron las siguientes labores: cocinero, despensero y vinatero; portero y visitador de noche; sacristán y despertador; pintor y refitolero, cargo que desempeñó el hermano Juan Canudas; ropero y enfermero; carpintero y prefecto de criados o fámulos; visitador de la oración y examen de conciencia.
Localizamos en ese primer curso a 53 alumnos, cuyas familias a través de un impreso fueron informadas sobre las normas que iban a regir en el centro, indicándose el equipo que debían portar los alumnos: “una levita de paño azul turquí, con cuello derecho y al borde galón estrecho de oro fino, abrochada con botones dorados, pantalón negro de paño fino, sombrero negro de castor con galón estrecho de oro fino, y faja de punto de seda azul celeste –una chaqueta o levita, según la estatura del alumno, pantalón y chaleco, todo de paño de color marrón-. Dos pares de pantalones de paño o lana gris, tres blusas, un cinturón de charol, un gorro de terciopelo azul, dos corbatas de seda negras, tres pares de botitos o zapatos”. Las demás prendas son: diez camisas, ocho pañuelos, ocho pares de medias, ocho cuellos de camisas derechos, el abrigo interior que gusten, tres pares de sábanas, cuatro fundas, cuatro toallas, cuatro servilletas, dos colchones de lana de una arroba cada uno, de un metro y sesenta y cinco centímetros de largo, y ochenta y cinco centímetros de ancho, una almohada, dos sobrecamas blancas, una manta de lana y otra de algodón, dos sacos para la ropa del lavado y peines, cepillos, tijeras, etc.”.
Las normas establecían además que se debería llevar una cama de hierro, según el modelo que tenían establecido, un cubierto de plata, un servilletero y una alfombra para el pie de la cama.
La normas impresas en Cornelio Payá terminaban con una advertencia que decía: “El Colegio, a petición de las familias, se encarga de mandar hacer las prendas de vestuario y proporciona los botones para la levita. Los modelos de los trajes se podrán ver en la Sría. del Establecimiento”.
Antes no todo valía, era conveniente uniformar por facilitar la organización. Ahora, da igual, pues todo vale, hasta las faltas de educación, los insultos y las chabacanerías. Abogamos por la uniformidad y la urbanidad.
Fuente: Diario LA VERDAD. Orihuela, 21 de agosto de 2015