POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Hay una imagen que tengo grabada en mi retina, que procede de aquellas películas del oeste en las que el cowboy o el Séptimo de Caballería, por más millas que llevasen cabalgando por zonas inhóspitas, sus camisas se mostraban impolutas, sin un atisbo de señal sudorípara a pesar de la sequedad del desierto de Arizona. Era la magia del cine americano que, por mucho sombrero y peleas, el peinado de los actores no se veía alterado. Efectivamente, el sudor no aparecía, no dejaba rastro, como aquel que intentaba localizar el indio de turno o el explorador asalariado por las tropas americanas, agachado y posando su oreja en la tierra o bien mirándola o pasando la mano, para determinar la dirección que habían tomado los enemigos, o bien para calcular la distancia a la que se encontraban.
Todo ello cumple con lo que viene a ser una señal o noticia que permanece de algo que ha sucedido. Si bien, su apreciación vemos que ha podido ser por los sentidos del tacto, o del olfato o del oído. En el segundo caso, por el sudor, que también lo era por el de la vista. Al igual que, cuando lo era, cuando en clase de Dibujo Técnico en la Escuela de Peritos Industriales de Cartagena, el gran maestro y pedagogo Francisco Sánchez Nieto, al darnos para hacer el croquis una pieza llena de grasa que, por supuesto mancharía el inmaculado papel, nos decía que no nos preocupásemos pues, si ello se producía eran «heridas gloriosas».
Comprobados los sentidos humanos de la vista, el oído, el tacto y el olfato, sólo nos queda como elemento receptor de recuerdos, el del gusto. Cuántas veces hemos dicho que esta fruta o aquella verdura no saben cómo las de antes, gracias al rastro que aquellas dejaron en nuestra papilas gustativas. Cuántas veces añoramos el buen sabor de algunos manjares que hoy nos son prohibitivos por razón de la salud. Pero, ese vestigio, permite que los conservemos con deleite y que nos contentemos con atesorarlos en el baúl de nuestros recuerdos gastronómicos. Sin embargo, esa prohibición, no impide que miremos hacia atrás y tengamos presente el protagonismo de la dulcería oriolana en las novelas del alicantino Gabriel Miró, ubicándolas en el controvertido ambiente decimonónico oriolano, en el que las calles de Oleza se veían ambientadas con señoras encopetadas, caballeros de levita y clérigos de más o menos graduación. Y en cuyo trasfondo, aparecían tensiones y pasiones, y alguna que otra visita presidida por la jícara de chocolate y algo con que mojar. En ‘Nuestro Padre San Daniel’ y en ‘El obispo leproso’, el novelista relaciona algunas de las especialidades de la dulcería conventual oriolana, que aderezan con el sentido del gusto las frustraciones o inquietudes de los personajes. Así, encontramos como protagonistas al padre Bellod, a don Magín, a doña Elvira y, a María Fulgencia y a Pablo que viven sus momentos de amor prohibido. Y el novelista situa en el centro a la enigmática figura del obispo leproso, trasunto de algunos prelados olecenses, como el asturiano nacido en Oviedo, Victoriano Guisasola y Rodríguez, y su antecesor, el cordobés de Doña Mencía, Pedro María Cubero López de Padilla, en cuyos pontificados se enmarcan algunas escenas de las novelas como la llegada del ferrocarril a Orihuela, en 1884, o la Riada de Santa Teresa de 1879, respectivamente. En todo este ambiente, reviven las gentes de Oleza, que es abrazada por el Segral.
Pero, siguiendo con el sentido del gusto, cuando Carlos Ruiz Silva preparaba su edición de ‘El obispo leproso’, que fue publicada en Germinal (Ediciones de la Torre), en 1984, se puso en contacto conmigo para que, dentro de lo posible, le aclarara algunas de las cuestiones, entre ellas sobre los productos de repostería, a los que se hace referencia en la novela. Así, preguntaba sobre los pasteles de gloria, las pellas, los quesillos, la crema, los hojaldres y los canelones. Para contestarle recabé información en mi familia y le remití un breve recetario sobre estos productos que, Carlos Ruiz Silva tuvo a bien incluirlo como apéndice en las páginas 425 y 426, respetando mi autoría.
Algunos de estos dulces todavía se siguen elaborando en los conventos y en las confiterías, como los pasteles de gloria y los hojaldres que sirven de base para otros dulces, o las pellas elaboradas por las agustinas de San Sebastián, aunque difíciles de conseguir. Asimismo, aún perdura la crema elaborada familiarmente, a la que nosotros llamamos ‘sopada’. Sin embargo en aquel recetario aparecían dos productos que no conocíamos: los quesillos que es algo parecido al yogur hecho con leche de cuajo de cabra, azúcar y canela, y los canelones, cuya elaboración me narró mi padre, que era realizada por los niños. Para ello, cogían una caña gruesa de unos veinte centímetros de largo cortada por los nudos. Se limpiaba interiormente y se rellenaba con una masa a base de garbanzos ‘torraos’ picados, mezclados con azúcar y canela en polvo. Una vez preparado y tras haber tapado los extremos, se llevaba al horno, para después partir la caña y engullir su interior. Algunos de los dulces anteriores, como los dos últimos no los he llegado a conocer. Sin embargo, los demás, si han dejado vestigio de su sabor en mi memoria. Pero sólo ha permanecido su rastro, pues ahora por razones obvias únicamente están gratamente en el recuerdo.
Fuente: http://www.laverdad.es/