POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Recordar a Victoria Kent es no olvidar la necesidad que de igualdad tiene esta sociedad y cualquiera que se precie de demócrata. Recordémosla, pues, asomada al balcón de la plaza del Barrio Bajo.
ARTÍCULO:
Hubo un tiempo en que llegada la primera clase del semestre tomaba las de Villadiego con mis estudiantes y salía a la plazoleta que anuncia el edificio catorce de la Universidad Carlos III de Madrid en Getafe. Adornada con una horrenda rotonda de angustiados yerbajos a la sombra de un megalítico churro metálico, la plaza gastaba y detenta el honor de llamarse de Victoria Kent. Bien protegido del inmisericorde solazo que aplasta a los madrileños las más de las veces, trataba este humilde profesor de regalar una excelente evaluación a cualquiera que, sin el recurso de chivato portátil que habita en los bolsillos, supiera poner coordenadas a un nombre sin mayor explicación que las versalitas blancuzcas que lo forman. Creo recordar que nunca recibí respuesta aproximada ni de lejos capaz de poner enjundia a un nombre singular. Derrotado por la evidencia que esconde una educación tergiversada en la superficialidad inane, retomaba el camino del aula donde, ya conectados y resueltas al parloteo que el acceso a la información otorga, mis estudiantes se asombraban de tamaña mujer.
Supongo que esa invisibilidad a ojos vista fue y es lo que siempre me ha empujado a recordar a Victoria.
Abogada de profesión, aquella malagueña de apellido británico y voluntad demócrata ha venido ejerciendo una atracción irrefrenable para la curiosidad que tiende a descoyuntar mi tranquila resiliencia. Licenciada en derecho hacia 1924 en la Universidad Central de Madrid, Victoria llegó a formar parte de cuántos espacios públicos de debate y divulgación pusieran de relieve esa igualdad que convierte a las mujeres en personas humanas, dando pie al término genérico por el que aún se sigue en enconada pelea hasta este presente de falacia barata y electoralismo siniestro. Primera mujer del mundo en ejercer la abogacía ante un tribunal militar, Victoria supuso un principio ejemplar de lo que cualquier mujer liberada en este país de retruécano supino puede alcanzar con solo creer que se puede lograr. Desde las filas del Partido Radical Socialista, aquel que fundara Joaquín Trillo en el Real Sitio y contara con la participación de mis abuelos paternos, Agapito Juárez Hervás y María Marcos Negrillo, Victoria Kent logró ser una de las tres primeras mujeres elegidas para ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados nacido en 1931. En franco y claro debate con Margarita Nelken y, principalmente, contra Clara Campoamor, participó en el logro histórico que la consecución del derecho político supuso para la mujer española. Anticlerical y practicante de la libertad individual desde el Círculo Sáfico de Madrid, la Kent, protagonista hasta del famosísimo chotis que vanagloriaba al chulapo medio proxeneta llamado Pichi, constituyó un ejemplo imperecedero de esfuerzo y formación, desempeño, dedicación y pugna por la justicia social, esencia esta última de cualquier democracia que se precie.
Dice el Cronista que vive en mí de la Kent que pudo haber estudiado durante alguno de aquellos veranos tórridos por los que Madrid expulsaba a los estudiantes de la Institución Libre de Enseñanza hasta la casita que el profesor Augusto Arcimís les había donado en el Real Sitio de San Ildefonso. Sólo por ese acaso puedo entender que aquella mujer espero que repetible estuviera en el balcón del ayuntamiento de este Real Sitio durante la campaña electoral de febrero de 1936. Asentada al otro lado de la sierra, en aquellas casonas inventadas entre el soto de Galapagar y las cuestas que llevan de Cercedilla hasta la inmensa Peñota, hubiera sido más lógico que la campaña electoral en defensa de los intereses republicanos propuestos por la Izquierda Republicana de Manuel Azaña donde se había integrado la hubiera llevado por aquellos lares. Entiendo que esa conexión formativa con los atardeceres a la sombra de los frutales del Maestro Arcimís, justo en el esquinazo donde vivía el jardín del marqués de Miraflores y ahora dormita mi coche, enganchó aquella estupenda persona a un paraje de donde cada día me es más difícil salir.
Lo cierto es que, todavía sin saber qué atraía de este Paraíso a Victoria Kent, su presencia en aquel balcón eterno en su horizontalidad captura una y otra vez mi atención cada vez que cruzo la plaza del Barrio Bajo en periodo electoral. Viendo ondear las banderas cada vez más desteñidas por el desinterés palmario en cualquier que sea el símbolo identitario, imagino a Victoria vehemente en su discurso con el índice izquierdo señalando un futuro incierto y necesario, a la vez que agarra firmemente la barandilla negra de un balcón forjado con el esfuerzo íntegro de una generación sometida por la injusticia. Aturdida por la cacofonía de un sonido turbio y desgajado, veo una vecindad esperanzada en que mañana el halagüeño futuro venga a visitarlos, pues es en el progreso común donde reside el punto que aquella gran española señalaba sin vacilación. Luego, sacudiendo la cabeza espasmódicamente, saco la elucubración de mi mente y me encuentro, una vez más, solo en la plaza con la compañía de una plétora silenciosa de adoquines abrasados por otro mes de julio desesperanzador. Reanudo el caminar y tomo, una vez más, aquellas de Villadiego que me empujaban del aula a la plaza de la gran Victoria Kent, en esta ocasión, a la búsqueda de algún tibio vinazo en el álamo negro que yace agrietado en el Restaurante La Fundición.
He de suponer, queridos lectores, que la esperanza en un futuro mejor donde haya cabida para toda persona comprometida en el respeto al prójimo y en la suma de todas las voluntades nacidas en el deseo de un consenso hace que mire una y otra vez hacia ese balcón. Ojalá me detenga un mañana cercano en el que ninguna mano deba apuntar hacia horizonte alguno, puesto que el presente real haya alcanzado semejante quimera. Ojalá, digo, llegue a vivirlo y que un ejército de Victorias Kent apabulle este Paraíso, aunque sea desde ese condenado balcón.