VIDA DE CATALINA ASIEGO DE MENDOZA Y VALDÉS (CAPITULO II)
Ene 05 2023

POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).

Monasterio benedictino de San Pedro de Villanueva (Cangas de Onís) a mediados del siglo XX.
Muchas veces citado en la «Vida de Catalina Asiego de Mendoza Valdés».

Es cierto, estimada Catalina, que -en los inicios del Cristianismo- la Primera Comunión se celebraba el mismo día del Bautismo y de la Confirmación, las tres ceremonias juntas, y que hubo que esperar al siglo XVII para que los jóvenes de entre 12 y 14 años tuviesen una celebración que festejase el paso de la infancia a la juventud.

Hubo que esperar también hasta el siglo XVIII para que el Estatuto Sinodal de París señalase la edad de 7 años para recibir la Primera Comunión, una edad que fue cambiando después hasta los 10, 12 y 14 años.

De modo que, cuando cumpliste los siete años -el día 30 de noviembre de 1727- se pusieron en marcha los preparativos para esa celebración, fijada para el día 27 de abril del año siguiente.

Durante la cuaresma del año 1728 Fray Francisco Suárez fue el monje elegido del Real Monasterio de San Pedro de Villanueva para atender tus necesidades espirituales, permaneciendo en tu residencia del Palacio de Robledo durante esos cuarenta días, hasta el Domingo de Ramos, dado que la Semana Santa y Pascua eran muy solemnes en el monasterio y su presencia era allí imprescindible, máxime siendo sólo cuatro monjes los que ocupaban el convento.

En esos días, tu hermano Álvaro había cumplido cinco años (nacido el 6-XI-1722) y el más pequeño, Cosme, (nacido el 14-XII-1724) apenas tres.

Tu predilección por Cosme fue evidente desde el día de su nacimiento, cuando el médico que asistió al parto le comunicó a tu madre que todo parecía indicar que el pequeño Cosme había nacido ciego.

Tú no estabas presente en ese momento, pero el llanto de tu madre Jacinta te alarmó mientras jugabas en el jardín con otros niños de aquel barrio de La Prida, acudiendo presurosa al zaguán donde el coche de caballos del doctor Toribio Barreda esperaba para devolverlo a la villa de Cangas de Onís.

Aquel 14 de diciembre de 1724 -con tus recién cumplidos cuatro años- muchas cosas cambiaron en tu vida, aunque no eras consciente de lo que ocurría dentro de tu casa, pero intuías que algo no iba bien.

Esos son los recuerdos más lejanos de tu vida; confusamente se mezclan en tu cabeza los sucesos de esa jornada, cuando tu madre reunió a toda la familia y al servicio de la casa en la capilla del palacio, con el recién nacido en brazos, con la finalidad de rezar todos juntos para que el diagnóstico de Toribio Barreda fuese un error, una confusión.

Tu padre estaba accidentalmente en la Corte, en Madrid, en el consejo de su Majestad Felipe IV, representando a la Real Audiencia de Oviedo como magistrado que era de la misma, siendo el mayordomo de vuestra casa Manuel Gala, el que llevaba las riendas de la situación, mientras la esposa de éste, Francisca Castaño, como guardesa general, recordó que el día anterior se había celebrado una misa en honor a Santa Lucía, en el día de su fiesta litúrgica, imagen de la patrona de los ciegos desde tiempos inmemoriales ante la que aún ardían unos cirios hechos por ella misma con pura cera de abeja de las colmenas de Palacio, situadas en la ería alta de La Prida.

Sobre los enormes crisantemos blancos al pie del altar rodó más de una lágrima de aquella gente, sin distinción de clases.

El doctor Barreda se puso en contacto -por medio de un jinete que viajó a Santillana del Mar- con un conocido médico especializado en problemas oculares, pero el informe inicial era pesimista.

Aquella espera se alargó durante siete largos días. Cuando el doctor especialista Diego de Castro llegó a Robledo, un silencio profundo -como nunca antes- envolvió la casona y sus alrededores.

El doctor santanderino (mejor santillano o santajulianense) llegó acompañado de su amigo, el médico de la casa, Toribio Barreda, era el día 21 de diciembre.

Diego de Castro examinó durante casi una hora a aquel inocente que cumplía su primera semana de vida.

Para una niña feliz de cuatro años todo resultaba extraño por primera vez, nadie le hablaba con claridad de las cosas, pero aquella Navidad fue muy diferente a las que se habían vivido en la casa de sus ancestros.

Mientras, la madre de Cosme recordaba el pasaje evangélico que Juan Evangelista narra sobre el ciego de nacimiento y la pregunta que le hicieron a Jesús sus discípulos sobre quién había pecado en su familia para que naciese ciego aquel hombre; con cierto alivio Jacinta meditaba la respuesta “Ni él ni sus padres pecaron…”.

No precisó más tiempo el médico especialista para hacer su diagnóstico, al asegurar que Cosme sufría una alteración grave de la retina, seguramente una retinopatía de la prematurez, dado que había nacido a las 33 semanas de gestación y había pesado tan solo un kilo ochocientos gramos.

Apenas les dio ni una mínima esperanza de que el niño superase esta grave disfunción sensorial, mientras el pesimismo que se desprendía de sus puntualizaciones no daba lugar a ningún matiz de aliento.

En efecto, Cosme Asiego de Mendoza y Valdés jamás pudo ver a nada ni a nadie de los que le rodearon en la que para él iba a ser una vida muy desdichada, truncada de una forma terrible apenas cumplidos los 16 años, como veremos en su momento.

Catalina rememoraría en su juventud y madurez aquellos confusos días, asegurando que la tristeza era para ella una emoción infantil tan básica como podía ser la alegría o el miedo, unos días envueltos en una especie de desánimo, con pocas ganas de comer y menos de jugar.

Los ojos de Catalina serían desde aquel invierno los ojos de su hermano Cosme, el más querido, el predilecto hasta el fin de sus días.

Observando el archivo familiar -concretamente el volumen “Nobiliario del Palacio del Robledal”- Catalina se habrá encontrado cómo en el mismo se cita a una mujer de la que no se facilitan datos específicos, tal vez por intereses y presiones para que no figurase en ninguno de los testamentos que fueron redactados en aquellos años, aunque según un codicilo que rectifica una disposición testamentaria, pudiera tratarse de una hija natural que había tenido su bisabuelo Martín con una joven de la parroquia de Santa María de Viabaño.

No es descartable que esta hija natural fuese Polonia Iglesias Coviella, a la que encontramos en una finca de La Vega de Arenas, también conocida a finales del siglo XVIII como “prado de la barba”, pues se decía que los llevadores de la misma tenían el cargo de afeitar a los monjes de Villanueva gratuitamente, a cambio del usufructo del citado prado.

Polonia vivió todo lo desahogadamente que era posible en aquellos años y -de hecho- aparece Martín Valdés en un documento notarial como benefactor de la “señora Polonia Iglesias y de su esposo Anselmo Alonso Pérez” a los que dona una casa con su hórreo, así como la huerta de su alrededor y los árboles que en ella había, dato que acrecienta la suposición de que Polonia hubiese sido la hija natural de la que no se dan detalles en el citado “Nobiliario”.

Este matrimonio tuvo un hijo de nombre Sebastián que -avanzado el siglo XVII- era el encargado de todo lo relacionado con los manantiales, fuentes y pozos de agua propiedad de la familia Asiego.

FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez

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