VIDA DE CATALINA ASIEGO DE MENDOZA Y VALDÉS (CAPÍTULO IX)
Ene 29 2023

POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)

Un día del año 1742 llegó al Palacio de Robledo una carta remitida desde La Habana, ciudad en la que se había establecido Álvaro de Asiego, el hermano vivo de Catalina.

Fue una sorpresa para la familia la noticia de que -con solo 18 años- Álvaro hubiese dejado los negocios que compartía con su tío Marcos -emigrante en Santiago de Chile- desde donde lo había reclamado para trabajar con él.

Parece ser que Alonso de Tejada Coviella -parragués amigo de la familia- con numerosos negocios en la ciudad cubana de Santa Clara, le propuso hacerse cargo de un ingenio azucarero de gran prestigio, con cerca de un centenar de trabajadores nativos, negocio muy propio de este tipo de haciendas coloniales.

Y el que había salido del Palacio de Bada o de El Robledal (como lo llamó Octavio Bellmunt Traver siglo y medio después) en busca de aventuras en las Indias españolas, decidió pasar dos semanas en la ciudad de La Habana antes de llegar a Santa Clara, determinación que supuso un giro notable para el resto de su vida.

Ocurrió que en el Cabildo de la ciudad hizo amistad con Íñigo Arango Saavedra, un avilesino que era alto funcionario de la Real Compañía de Comercio de La Habana, creada unos meses antes, a la que se le había concedido el monopolio de las transacciones entre Cuba y España.

Álvaro estudió con detalle las condiciones de trabajo que le ofreció Íñigo, juzgando que abastecer a la isla caribeña de manufacturas y géneros españoles, así como de enviar a España productos ultramarinos -de manera muy especial azúcar y tabaco- podría aportarle sumas de dinero notables más rápidamente que en el ingenio azucarero en Santa Clara.

El acierto fue pleno pues, en apenas diez meses, había desplegado una actividad y dedicación tan notable que se le ofreció otro cometido diferente.

Se le propuso ser el supervisor de la acuñación de monedas de cobre de reales de diferentes valores, (tipos de león y columnas) cuyo diseño y grabado fue obra de Francisco Enrique de Angle.

La circulación de las mismas fue efectiva a partir del día 6 de octubre de 1741.

Son de imaginar aquellos meses de incertidumbre de Álvaro, recién llegado a la isla cuando Inglaterra persistía en arrebatar a España su imperio colonial americano y el almirante Edward Vernon atacaba Santiago de Cuba, tras el fracaso al intentar tomar el puerto español de Cartagena de Indias (en el virreinato de Nueva Granada, hoy Colombia) al frente de 195 naves, 2.000 cañones y en torno a 30.000 hombres.

El parragués hizo grandes sumas de dinero en éstas y en otras dedicaciones habaneras y -años después- llegó a crear una Sociedad bajo la razón “Compañía Azucarera A. M. V.”, la cual tenía por objeto la exportación de azúcar, para lo cual adquirió una fábrica en las afueras de la capital cubana que llegó a tener más de doscientos asalariados.

Diez años después de su llegada a Cuba, Álvaro era propietario de quince edificios y prósperos negocios en La Habana, San José de las Lajas y Matanzas.

Con veinticinco años Álvaro se casó con la heredera criolla Feliciana de los Reyes Sucre -de la familia de los marqueses de San Felipe y Santiago- ceremonia celebrada en la Iglesia de San Francisco de Asís, en la capital habanera, muy querida por la nobleza colonial de los siglos XVII y XVIII y utilizada para dar sepultura a obispos, capitanes generales, condes, y hasta a la virreina del Perú, la marquesa de Monte Claro.

Desde el Palacio de Robledo, los padres y hermana de Álvaro le enviaron a su residencia -en la Plaza de Armas de La Habana- un regalo que expresase todo lo que aquel joven significaba para ellos.

Se lo enviaron casi dos meses antes, para asegurarse de que estuviese en su poder en aquella primavera de 1748.

Con suficiente antelación encargaron en la platería de Domingo Mudarra de la Rúa, en Oviedo, una reproducción del escudo familiar que aparecía en la fachada del palacio, el cual debería medir 50 cm. de alto y otros 25 de ancho.

Para ello depositaron en dicho taller: seis kilos de plata, cincuenta piezas de azabache, dos flores de lis talladas en oro, dos cruces floreteadas talladas en lapislázuli y -para el castillo y las dos cabras que aparecen el mismo- dos piezas de amatista en tonalidades violeta.

Para el león rampante se eligió un precioso corindón rojo (puesto que a Catalina le dieron a elegir entre el rojo y otro azul -más pequeño-), ambos habían pasado de generación en generación de la familia desde hacía dos siglos.

Para la reproducción del yelmo y de los lambrequines del escudo acordaron utilizar parte de la madera de un fresno olivato que había sido talado el año anterior en una finca que la familia tenía próxima a la capilla del Ángel de la Guarda, en Granda.

El tallado de esta madera nacarada se le encargó a Joaquín Castaño Meré, de Tospe.

Ramiro Asiego de Mendoza y Flórez, togado de la Real Audiencia de Oviedo y padre de Catalina y de Álvaro, visitó el cercano taller mencionado varias veces para supervisar el trabajo y -cuando estuvo concluido- se acercó con él hasta el colegio de San Vicente, donde residía el monje benedictino, ensayista y polígrafo Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, amigo y confesor suyo.

El mundialmente famoso padre Feijoo -con 72 años en ese momento- bendijo el escudo, y con su sereno semblante ya famoso en su cátedra de Teología de la Universidad de Oviedo, dijo: “Este ciudadano libre de la República de las Letras, escucha siempre con preferencia a sus amigos, máxime cuando se trata de una autoridad civil, como lo es usted, muy apreciado don Ramiro”.

El venerable benedictino padre Feijoo invitó a su amigo Ramiro Asiego a sentarse unos minutos en la iglesia de aquel monasterio dedicado a san Vicente y ligado a la fundación de la ciudad de Oviedo en el lejanísimo año 761.

En un órgano que el monasterio había adquirido recientemente el organista titular ensayaba una composición del genio alemán -que aún vivía- Johann Sebastian Bach, concretamente la titulada “Her Jesu Christ, dich zu uns wend” literalmente “Señor Jesucristo, vuélvete hacia nosotros”,

En aquella clasicista iglesia que -a partir 1845- pasó a conocerse como la de Santa María la Real de la Corte, siguen reposando los restos de este famoso gallego, autor -entre otros libros y trabajos- del “Teatro Crítico Universal”.

Entretanto, los monjes benedictinos del Monasterio de San Pedro de Villanueva se veían obligados a solicitar favores a Ramiro, como magistrado de la Real Audiencia de Oviedo, pues cuando se les pedía que presentasen los documentos que los hacían únicos usufructuarios del río Sella desde la Capilla de Santa Cruz, en Cangas de Onís, hasta La Morca, a la puertas de Las Arriondas, siempre alegaban que el monasterio había sido fundado por el yerno de Don Pelayo, Alfonso I, casado con su hija Ermesinda y en memoria del hermano de ésta el rey Favila, y que desde ese momento se les había concedido tal usufructo, poniéndole fecha del 21 de febrero del año 746.

Con ese pretexto controlaron la pesca y la navegación en el río durante más de mil años, hasta la Desamortización de Mendizábal en el año 1836.

Pero no tenían los documentos acreditativos y siempre alegaron que en el panteón real del monasterio estaban enterrados ambos reyes y sus esposas (Ermesinda y Froiliuba).

La razón -según ellos- fue que el historiador y obispo de Pamplona, el también benedictino Fray Prudencio Sandoval, había llevado de Villanueva en el año 1615 la escritura fundacional para componer su “Crónica de los cinco obispos”, sin que volviese a tenerse noticia de su paradero.

Si eso fue cierto, es una pena que no tuviesen al menos una copia del documento, fuese éste auténtico o una falsificación (como ocurrió tantas veces).

Así, Fray Prudencio de Sandoval -cronista oficial del rey Felipe III- sería el culpable de no devolver el documento original -o una copia del mismo- que acreditase la fundación ocurrida más de ochocientos años antes.

No se lo podían negar, eran cinco humildes monjes ante la petición de un obispo que, además, era el procurador general de la propia orden benedictina en la corte, que le pagaba 50.000 maravedís de sueldo anuales como cronista real, más 200 ducados cuando era obispo de Cuenca.

Tenía bienes por 12.000 ducados, una suma muy considerable para un fraile que había hecho voto de pobreza.

El padre de Catalina trató de hallar ese documento fundacional a través de sus influencias en diversos archivos eclesiásticos, llegando a costear el viaje de fray Bernardo Vázquez (en 1749) y de fray Jacinto Lorenzo (en 1753) a Pamplona y Toledo, respectivamente, sin resultado alguno.

FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez

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