POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
En aquella nueva iglesia de San Juan de Parres -concluida apenas veinticinco años antes- se acababa de cerrar un ciclo en la famila Asiego de Mendoza y Valdés Valle.
El nuevo templo barroco sustituía al que ya aparece señalado en el Libro de los Testamentos -con fecha 23 de septiembre del año 926- en el que el rey Ramiro II (hijo de Alfonso III y Jimena) confirmó las donaciones y privilegios que sus antepasados habían hecho a San Salvador de Oviedo.
La nueva torre de la iglesia no se vería concluida hasta más de un siglo después, en el año 1851.
Catalina se haría cargo de que no faltase durante su vida una lámpara votiva encendida ante el Santísimo Sacramento de esta iglesia, y en el libro parroquial reglamentario referente a la “lumbre” -que se había abierto en el año 1712- figurará su nombre hasta más allá de los últimos días de la vida de nuestra joven parraguesa, nacida en el mes de noviembre del año 1720.
Al despedirse el duelo familiar, Catalina observó que -en un segundo plano- aparecía el escribano Julián Estrada, aquel enigmático personaje del Ayuntamiento de Parres que llevaba cogido de la mano a un niño como de seis o siete años y que ella nunca había visto antes, de forma que cuando el regidor municipal Mateo Hidalgo -que estaba junto a Juan y al niño- se despedía, ella aprovechó la circunstancia para preguntarle si aquel chico -más pelirrojo que rubio- era familia del regidor o de Julián.
Julián se adelantó y le dijo que Benito era sobrino suyo, hijo de una hermana que se había quedado viuda recientemente y que él había acogido al niño, puesto que su hermana trabajaba en una casa que atendía a malatos, próxima a la capilla de San Bartolomé.
Su cuñado Diego Tarapiella era natural de Sobrepiedra y había fallecido de unas fiebres y fuertes dolores en el pecho el invierno anterior, sin poder ser atendido por ningún médico debido a la nieve caída de forma ininterrumpida durante dos días.
El pequeño Benito Tarapiella Estrada observaba todo lo que ocurría a su alrededor con sus enormes ojos azules, ya que nunca antes había asistido a un acto fúnebre, y menos de tal solemnidad.
Las ideas en la cabeza de Catalina dieron muchas vueltas aquellas semanas posteriores.
Una de ellas fue la sutil sugerencia del palentino abad de Covadonga, Juan Antolino y Azogue, recomendándole el nuevo convento de la Purísima Concepción que las Clarisas habían abierto en Villaviciosa hacía 45 años, con la finalidad de que meditase sobre el futuro de su vida.
Sobre este personaje habremos de volver, puesto que fue abad desde 1720 (año del nacimiento de Catalina) hasta 1746, cuando fallece en su casa de La Riera (residencia durante muchos años de los clérigos que atendían el Santuario de Covadonga).
Estimada Catalina: aunque te parezca increíble, las clarisas siguen en Villaviciosa 329 años después de su llegada, en el lejano día 14 de enero de 1694.
A partir del año siguiente (1740) la vida desplegó ante nuestra protagonista un horizonte mucho más esperanzador por las razones que trataré de ir detallando.
No volvió Catalina a ver al escribano Julián hasta casi cinco meses después del entierro de su hermano Cosme; fue de forma casual mientras ella visitaba a la familia de La Pedrera, en Bada, con motivo del trigésimo octavo cumpleaños de Manuel Francisco de Noriega Pérez de Estrada, a quien su esposa Leonor Bermúdez de Rivero y Posada le preparó un banquete de celebración.
Sabido es que Manuel Francisco de Noriega fue juez por el estado noble del concejo de Parres y poseía el mayorazgo de dicha Casa, además de ostentar el privilegio de proponer los presbíteros en las parroquias de Parres y de Ponga.
Manuel sería un día conocido por la trayectoria vital del segundo hijo que había de tener -casi treinta años después y viudo desde hacía veintidós- con su criada, María Manuela de Llerandi y la Iglesia, vecina del pueblo de Castañera, inmediato a la entrada de Arriondas.
Mil veces ha sido contada la apasionante vida de Julián Antonio Noriega de Llerandi, Tesorero Real -nombrado por Godoy- en la Corte de Carlos IV.
Pues en la casona de La Pedrera se encontró Catalina frente a frente con Julián Estrada Carvallo -que sustituía al regidor del concejo Mateo Hidalgo-, en torno a una gran mesa de mármol con tonalidades rosadas, considerada una de las joyas del mobiliario de La Pedrera.
Los anfitriones presidían la comida y -tras ellos- en el muro sur de la sala, colgaba un formidable bodegón del pintor asturiano Miguel Jacinto Meléndez, enmarcado en plata.
Aquel cuadro había sido pintado por Miguel en Madrid hacía diez años, cuatro antes de morir, y lo había adquirido Manuel Francisco en un viaje a la capital de España, pues había conocido en Oviedo al padre del pintor y conservaba cierta amistad con él, el ovetense Vicente Meléndez de Ribera.
El que fue nombrado pintor de cámara de Felipe V acabaría siendo el mejor pintor de bodegones del siglo XVIII español.
Aquel cuadro permaneció en La Pedrera hasta la Guerra de la Independencia, dado que ya no estaba en la casa el 24 de mayo de 1809, cuando el mariscal de campo Francisco Ballesteros desplegó cuatro batallones y otro de reserva en San Juan de Parres, entrando en acción los regimientos de Ribadesella y Villaviciosa, causando considerables bajas al enemigo invasor francés.
Este tipo de comidas se desarrollan dentro de un consabido protocolo, pero estamos en el pueblo de Bada de hace tres siglos, no en la Corte en Madrid, ni siquiera en el salón de banquetes de la Real Audiencia, en Oviedo.
Entre los temas de conversación que se entablaron entre el escribano y Catalina se habló del poder e influencia de la Iglesia en tantos aspectos de la vida asturiana de la época, y se mencionó la iglesia de Santa Cruz de Cangas de Onís, nunca visitada por Julián. Ocasión de oro para que Catalina se ofreciese de acompañante, puesto que conocía su historia con detalle.
Estaban a finales del mes de marzo y la fecha fue fijada para el día 3 de mayo, con ocasión de la fiesta de la Invención de la Santa Cruz, puesto que aplazarla hasta la solemnidad de la Exaltación de la Cruz -el día 14 de septiembre- era una fecha un poco lejana.
Entretanto, los vecinos del concejo de Parres estaban un tanto alarmados por unas fiebres que habían comenzado a afectar a la población, viéndose obligado el ayuntamiento a anunciar que: “En el sitio de la Puente Viexa, término del concejo de Parres, a veinte y un días del mes de febrero del año de mil y setezientos y quarenta y dos, son convocados los vecinos para ser oydores del despacho que les lean caballeros hijosdalgo principales y notorios por orden y oficio del tribunal de sanidad y del regidor mayor”.
Imaginemos a aquellas pobres gentes en la parte del concejo de Parres en la que se asienta el puente medieval, mal llamado “romano”. La peste y el cólera parecían ya desterrados y la higiene pública había aumentado en aquel siglo bastante pacífico para Europa, un siglo -por otra parte- más frío que el anterior y que el posterior.
Sin embargo, aparecían casos de peste algunas veces (como en Marsella en el año 1720) y -cuando llegaban a España- se ponía en marcha precipitadamente un improvisado sistema de defensa.
Cada reino, o cada ciudad, ponían en marcha sus sistemas de protección, aislándose sin coordinación con las demás.
En estos tiempos de pandemia universal -que aún no acabamos de superar- vemos que algunas cosas no han cambiado demasiado desde hace tres siglos.
Algunas sí, porque en aquella reunión de vecinos a las orillas del Sella (y en otros lugares del concejo denominados Santa María de Vivano, San Miguel de Cofiño y San Martino de Quadrobenia), el clericalismo seguía muy presente en sus vidas, de forma que el abad de San Pedro de Villanueva, fray Diego de Andrade, volvió a hacer hincapié en que era Dios quien solo podía curar o hacer enfermar, y que aquellas enfermedades provenían de castigos divinos.
Imaginemos a fray Diego diciendo: “En todo caso, los médicos puede que curen el cuerpo de algunos de vosotros, pero los clérigos sí podemos curar y salvar las almas de todos. La calidad de la medicina es dudosa, pero vuestra fe debe ser inquebrantable”.
Aunque algo comenzaba a cambiar. La sociedad empezaba a adentrarse en otro sistema más laico, y la política proteccionista por fin se había puesto en marcha en España.
Cierto es que al siglo XVIII se le conoció como “El siglo de las Luces”, pero también podía haber pasado a la historia como “El siglo de las fiebres”.
Las había en todas partes y a todas horas. Hambre, pobreza, mendicidad, desplazamientos de soldados, poca higiene personal y de los alimentos, aguas contaminadas, escasez de médicos, sangradores que decían curar cualquier dolor, y otras circunstancias, facilitaban la propagación de las fiebres.
En aquella asamblea de vecinos de Parres, Cangas de Onís y otros lugares cercanos se hizo hincapié en cómo actuar para hacer frente a las fiebres tifoideas que iban a durar varios meses y causar notables estragos.
En todo caso, Catalina esperaba con mucho interés el reencuentro que había programado para aquel 3 de mayo de 1740 en la capilla de Santa Cruz, en Cangas de Onís.
Hemos señalado que ella tenía en ese momento diecinueve años, y él veintidós.
Datos de la fotografía: La Pedrera
En Bada (parroquia de San Juan de Parres) se encuentra uno de los edificios más antiguos del concejo de Parres.
Se trata de La Pedrera, una casona del siglo XVI con elementos de tradición renacentista.
Edificio de planta rectangular con una planta baja y un piso, todo ello con cubierta a cuatro aguas.
Hacia el este presenta la puerta principal, rematada con arco de medio punto en dovelas, y otra puerta adintelada en el lado izquierdo de la misma fachada.
En el primer piso destacan tres vanos, enmarcado el central por alfiz de influencia goticista y con una cruz en su parte superior, con dos rosas hexapétalas o hexafolias similares, no idénticas; una tipología de adorno que habría que interpretar como una alegoría del sol, en todo caso una roseta que ya era habitual en la Edad del Bronce en nuestro continente.
En el lienzo sur tuvo un corredor y -todo el edificio- ofrece una muy precaria conservación, casi de ruina.
Un escudo pintado en la fachada -sobre la puerta principal- está a punto de desaparecer debido a la humedad. Algunos de sus antiguos moradores fueron personajes muy relevantes en la España de finales del siglo XVIII, como fue el caso de Julián Antonio Noriega de Bada y Llerandi, que llegó a despachar grandes asuntos de Estado con los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, que fue hombre de confianza de Manuel Godoy, también amigo de Jovellanos, y por cuyas manos pasaron durante años los dineros que administraba el Reino de España, ya que era el Tesorero General de la Corona, no olvidando nunca sus raíces familiares y poniendo en funcionamiento la fábrica de Fontameña, en Prestín, concejo de Parres.
Francisco de Goya le inmortalizó en 1801 en un cuadro que está expuesto en la National Gallery de Washington.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez