POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Concluía el capítulo anterior con Julián Estrada Quesada en busca de un trabajo que encontraría por uno de esos azares que a veces la vida nos depara.
Ocurrió que el Corregidor-Gobernador de la Junta General del Principado de Asturias acababa de reunirse en un pleno en la sala capitular de la Catedral de Oviedo -como era habitual- con ocasión de nombrar una Diputación General que se encargase de llevar a buen término los acuerdos que se tomasen en las reuniones plenarias, además de un Procurador General y algunos cargos más.
Como había que gestionar los servicios militares y monetarios solicitados por la Corona en forma de levas de soldados y cupos de dinero, se convocó una especie de oposición extraordinaria para especialistas en levantar actas y redactar documentos, licencias, padrones y similares.
Ramiro Asiego animó a su futuro yerno a enrolarse en esta misión, y Julián Estrada entró en la Junta General con una calificación destacada, obtenida en aquel examen de acceso.
Allí pasaría el resto de su dedicación laboral hasta el final de sus días.
El sueldo a percibir se cuadruplicó respecto al que cobraba en las Consistoriales de Bada -como secretario municipal del concejo de Parres- pasando de 650 a 2.600 reales de vellón.
A partir de ahí, encontró una casa de reciente construcción en la calle Fruela, cerca de donde se encontraba el convento de San Francisco que -según la tradición- había sido fundado en el siglo XIII por fray Pedro Compadre, compañero del santo de Asís, del que se dice que peregrinó a Compostela en 1214 y había pasado por Oviedo.
El convento permaneció en el mismo lugar nada menos que hasta el año 1902, cuando se derribó para construir -precisamente- el actual palacio de la Junta General del Principado y ahí sigue el Campo San Francisco, como parte que era de aquel convento.
Julián alquiló la casa por 2.000 reales anuales.
Y, así, ya bien situado profesionalmente en Oviedo, Julián y Catalina fijaron su boda para el año siguiente, concretamente para el día 16 de mayo de 1745, sábado.
Ambos acordaron que su enlace matrimonial se celebrase en la iglesia de San Matías de la que hemos hablado.
La navidad de 1744 la pasaron en Robledo y Bada, cada uno en su residencia.
Julián cedió la casita en la que había vivido en Bada hasta esa fecha a su hermana Marina, viuda, y a su sobrino Benito, de 9 años.
Cuando este niño cumplió los 17 años, Julián y Catalina lo llevaron a Oviedo para que cursase estudios en el Colegio Mayor San Gregorio, que estaba situado en la esquina de las calles San Francisco y Mendizábal, antes incluso de que se fundase la Universidad de Oviedo.
Y es que el arzobispo e Inquisidor General de España, el asturiano Fernando de Valdés y Salas, quería que a dicho colegio acudiesen solo los chicos pobres que no fuesen vecinos ni hijos de vecinos de Oviedo, dado que éstos ya tenían más posibilidades para estudiar.
En el mes de abril, la pareja de novios celebró una especie de despedida popular para todos los que trabajaban en el Palacio de Robledo y otros amigos y familiares que no se podrían trasladar a Oviedo un mes más tarde, pues hay que imaginar las dificultades para ir desde Parres hasta Oviedo hace más de dos siglos y medio.
La celebración tuvo lugar en los jardines del palacio y todos los participantes en ella contribuyeron al regalo que les hicieron a los novios, una maqueta a escala de 2 x 1 metros que reproducía el palacio y sus dependencias exteriores, un trabajo que le había sido encargado al maestro tallista Raúl Rivero, vecino de Collía, que se trasladó al lugar para hacerlo dos meses antes, acompañado de dos aprendices de su taller, Manuel Medina (de Piloña) y Diego Caldevilla (de Pendás) trabajo para el que utilizaron madera de las fincas “Verdasquera”, “Peruyales” y “Truévano”, en Arenas de Parres y alrededores.
Diríase que fue una especie de romería asturiana con las típicas viandas que se consumían en estas celebraciones populares, acompañadas de abundante sidra, perada y vino de Castilla.
La romería en Robledo fue precedida por un misa de campaña que celebró el que ya llevaba veinticinco años como abad de Covadonga -Juan Antolino y Azogue- que fallecería en la casa abacial de la Riera al año siguiente y que había sido -cuarenta y cinco años antes- canónigo magistral de púlpito de la catedral de Palencia, muy minucioso en sus sermones, hasta el punto que necesitó veinte días para preparar el sermón de exequias por el rey Carlos II en la citada catedral palentina, sustituyendo al obispo titular de la diócesis, fray Alonso Laurencio de Pedraza.
El regalo de boda del abad de Covadonga fue una reproducción en madera de una imagen sedente -igual que la que se conservaba en la parte baja de la Cueva de Covadonga- concretamente la que se conocía como Virgen del Sagrario-, una imagen policromada que acabaría en poder de quien veremos en el último capítulo de esta pequeña novela histórica.
El abad de Covadonga Juan Antolino le había encargado la copia de la imagen a un conocido y famoso tallador en madera, concretamente un portugués que se había casado con una vecina del cercano pueblo de Beceña de nombre Nuno Almeida Roque, el cual dedicó a la talla -con su correspondiente policromía- los meses de febrero y marzo de aquel año de 1745.
La boda en Oviedo fue una especie de presentación oficial en sociedad de Julián y de Catalina, puesto que, tanto el padre de la novia como los del novio ya eran muy conocidos en la ciudad.
Jacinta Valdés Valle -la madre de Catalina- se preocupó expresamente de los detalles de la ceremonia religiosa en San Matías (hoy San Isidoro).
El banquete de bodas lo encargó a la más prestigiosa casa de comidas de la ciudad, regentada por una familia original de Aquitania, y cuyo establecimiento recibía el nombre de “Le Cuisinier Gascon”, y fue servido en la casa de los Marqueses de Camposagrado (o Casa de Juan Bernaldo de Quirós) en la calle Mon, un edifico que estaba recién construido y cuyo dueño mantenía gran amistad con Ramiro Asiego, padre de Catalina y Magistrado de la Real Audiencia.
“Le Cuisinier Gascon” presentó una comida de la que se tiene noticia por la factura que quedó en el archivo de la familia Asiego de Mendoza y Valdés, a saber: sopa de ternera con hierbas aromáticas; entrantes de setas guisadas con vino blanco de Burdeos y mantequilla, langostinos sobre crema de cangrejo de río, lenguado con marisco y salsa de cítricos; como segundos se ofrecieron lenguas de conejo con verduras, codornices asadas con foie gras y trufa, además de filetes de cordero con hierbas aromáticas.
Los postres servidos fueron: strudel de manzana, biscuit de vainilla con quesos asturianos, galletas de jengibre con pasas y miel, cúpula de merengue con crema de jalea de arándanos, hojaldres rellenos de frutas cristalizadas y chocolate a la taza.
La tarta nupcial reproducía fielmente un hórreo elaborado a base de productos de la tierra, como crema de avellanas y nueces, mantequilla, miel y otros sobre el que se habían colocado quinientas pequeñas tejas extraídas de láminas de chocolate precortadas.
El hórreo se presentó en el centro de una bandeja de plata de un metro cuadrado, y en las esquinas de la misma se reprodujeron las cuatro columnas del portal de entrada del Palacio de Robledo, talladas en turrón caramelizado.
Las bebidas servidas fueron las típicas de estos banquetes de la época, como vinos de Rioja, Burdeos, Ribera del Duero y Priorat catalán, además de mostos y vinos dulces de Málaga y Canarias.
Como era costumbre, cada familia de hidalgos del concejo envió como regalo de bodas una reproducción del blasón familiar de cada casa, tallados en materiales como bronce bruñido, maderas nobles lacadas, cerámica policromada y otros.
Así lo hicieron los palacios de Nevares, Toraño y Llames, “La Pedrera” y “La Casona” de Bada, lo mismo que el Palacio de Coviella, en el vecino concejo cangués.
Los padres de Catalina les regalaron una vajilla completa de trescientas piezas, labrada en plata, junto con la correspondiente cubertería, también de plata.
Los padres de Julián y su hermana y sobrino les obsequiaron con una reproducción en marfil de 35 cm. de altura de la torre de la catedral de Oviedo.
Álvaro -el hermano de Catalina- envió desde La Habana el equivalente a 40.000 reales, para que -en la platería ovetense “Foncalada”- se tallase una Cruz de la Victoria en oro y pedrería lo más fiel posible a la original, con un tamaño de 20 cm. de altura.
Los compañeros del padre de Catalina en la Real Audiencia les ofrecieron un relicario con diorama, con una reliquia en su interior de Santa Catalina de Siena.
Los amigos de Julián les regalaron un jarrón de bronce y lapislázuli, y las amigas de Catalina un Cristo resucitado de plata del siglo XV sobre un pedestal de porcelana azul.
Catalina tenía entonces 24 años y su ya esposo, Julián, 27 recién cumplidos.
Con un sueldo de 2.600 reales mensuales, el matrimonio vivía sobradamente bien, con dos personas a su servicio, una cocinera y una encargada de otras tareas domésticas.
La vida en Oviedo les resultó todo lo agradable que podía ser para un matrimonio de su clase en el siglo XVIII.
En junio del año siguiente nació el primer hijo del matrimonio, que recibió los nombres de Cosme Julián Ramiro y -dos años después- nació una niña a la que llamaron Remedios Catalina Isabel.
La madre de Catalina fallecería en Robledo con 63 años, y su padre la sobreviviría aún 16 años más, llegando a alcanzar los 81.
El hermano de Catalina -Álvaro Asiego de Mendoza- nunca regresó de Cuba, pero sí lo hizo su hijo mayor, Carlos Luis Asiego de Mendoza y de los Reyes (recordemos que su padre se había casado en La Habana con la rica criolla Feliciana de los Reyes Sucre (de la familia de los marqueses de San Felipe y Santiago).
Con la llegada de Carlos Luis a Robledo -aún en vida de su abuelo Ramiro- diríase que el pacífico palacio entró en ebullición, nada volvió a ser como era antes, porque cuando una persona cree que su rango y categoría se lo dan el dinero y solo el dinero, ocurre que -mientras la soberbia, la arrogancia y la temeridad entran por la puerta- los valores de la virtud, la honradez y la decencia salen por la ventana.
Pocas veces regresaron Catalina y Julián al lugar donde habían vivido buena parte de su juventud, lo hicieron sólo para algunas visitas y para que sus hijos no perdiesen los lazos afectivos con el lugar.
Como veremos en el próximo y penúltimo capítulo, un día de verano de 1756, Catalina acudió invitada a la boda de Juan Antonio López Pandiello, en el Palacio de Llames, de la parroquia de Santa María de Viabaño.
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