POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICILA DE PARRES – ARRIONDAS (ASTURIAS)
Concluía el capítulo anterior en el año 1774 con el matrimonio en Madrid del hijo de Catalina y Julián -Cosme Julián- con Astrid Müller Wagner, sobrina de la esposa del embajador Federico II de Prusia ante la Corte del rey Carlos III de España.
Su hermana Remedios Catalina fue siempre una especie de reflejo de su padre: tímida, observadora, poco amiga de fiestas, casi excesivamente reservada.
Siempre permaneció con sus padres, colaboró en todo tipo de obras sociales y de caridad que se organizaban en Oviedo, muy especialmente en las instituciones de acogida y atención a los pobres, como eran los hospicios, lugares que se veían más como lugares de castigo que de asistencia, puesto que en ellos se encerraba a “los vagabundos que no se busquen una forma honrada de vivir, y como esas gentes aborrecen los encierros, no pudiendo fugarse del hospicio se verán obligados a mudar de vida”.
Allí, Remedios atenderá a niños que salen de la inclusa, vagabundos sin ocupación ni domicilio, no pocos ancianos…una heterogénea masa de personas a las que unía la inadaptación social, la miseria o el abandono familiar.
Diríase que el instrumento terapéutico más común en estas residencias era el trabajo y la enseñanza religiosa, siendo ésta última la dedicación más común de Remedios Catalina.
Tuvo un pretendiente con el que casi llegó a comprometerse, secretario de la Cofradía y Hermandad de Nuestra Señora de la Esperanza (conocida como “La Balesquida”) que había sido fundada en el lejanísimo año de 1232 (1270 de Era Hispánica) por la egregia dama doña Velasquita Giráldez, pero -al final- no se decidió a dar ese paso y se quedó con sus padres mientras vivieron.
A Oviedo llegó la noticia del terrible incendio de la santa Cueva de Covadonga y la desaparición bajo el fuego de cuanto contenía la misma, pasando a ser aquel 17 de octubre del año 1777 uno de los días más amargos para los asturianos.
Catalina llegó a ofrecer al santuario la imagen de santa María que el abad de Covadonga Juan Antolino le había regalado treinta y dos años antes con motivo de su boda con Julián, imagen tallada por el vecino de Beceña -de origen portugués- Nuno Almeida Roque.
Solícito el nuevo abad Nicolás Díaz Campomanes Sierra y Omaña le respondió que no era necesario, puesto que el cabildo metropolitano de la catedral de Oviedo le había ofrecido la imagen que pasó a ser la nueva titular sustituta de la desaparecida.
Incluso, este abad se entrevistó con Catalina y con Julián en Oviedo (donde había nacido en 1717 y en cuya catedral sería sepultado un día 17 de diciembre de 1786, exactamente el mismo día que cumplía 69 años).
Por cierto que en memoria de este abad que tanto trabajó para reparar los efectos del incendio de 1777 hay dos inscripciones en Covadonga, una en el antiguo mesón donde -sobre el arco del zaguán y la solana se puede leer: “Este mesón se hizo siendo abad el Sr. Don Nicolás Antº Campomanes Sierra y Omaña año 1763”.
Otra inscripción (cambiada en el año 1954) le recuerda en el antiguo canapé ahora colocado en la plazuela de la Colegiata de San Fernando, formando parte de la fuente anexa al mismo.
En esa inscripción se hace notar que bajo don Nicolás como abad y “reinando la majestad de Carlos III” se fabricaron las escaleras de la Cueva y el paredón que las sostiene, así como los puentes del molino, bajo del santuario y las calzadas desde La Riera hasta Covadonga, precisamente en ese fatídico año que concluiría de la peor manera posible.
Cosme Julián -el hijo de Catalina y Julián, casado en Madrid con la sobrina de la esposa del embajador Federico II de Prusia- les hizo llegar a sus padres aquel otoño de 1778 una copia del relato que se acababa de publicar en la capital de España sobre la visita de Ambrosio de Morales al santuario asturiano, y sobre el permiso para pedir limosna en “estos Reynos y los de Indias” para reedificar lo destruido.
En el año 1787, con 70 años de edad, y tras no superar una tuberculosis que le mantuvo postrado durante más de un año, falleció Julián Estrada Quesada, aquel escribano que conocimos en el ayuntamiento de Parres, sito en Bada por aquellos años (1693 a 1756 y -nuevamente- entre 1759 y 1761).
Su mujer -protagonista de esta leyenda- Catalina Asiego de Mendoza y Valdés, le sobreviviría seis años más.
A finales del mes de diciembre de 1793 la familia se había reunido en Oviedo para celebrar la Navidad.
Cosme Julián había acudido desde Madrid con su esposa Astrid y el hijo de ambos, Ramiro Klaus Estrada Müller, un chico de 16 años que -años después- acabaría siendo el orgullo y el honor de la familia, alcanzando cotas de fama, prestigio y celebridad que superaron a los de todos sus antecesores.
Al atardecer del día 26 de diciembre, Catalina se sintió indispuesta, con una fuerte opresión y dolor en el pecho, siendo atendida casi de inmediato por el médico director del Hospital San Sebastián (en el cercano edifico Histórico de la Universidad ovetense).
Ella misma ordenó que se llamase a su confesor fray Pelayo de la Campa Herrero y, tras recibir el viático, dejó escrita una breve nota sobre su libro de oraciones.
Catalina era consciente de que su vida estaba a punto de concluir ante la fatiga y falta de aire para respirar.
El médico Manuel Nepomuceno Velasco había sido certero al decirles a sus hijos que sería difícil que su madre superase el infarto de miocardio severo que sufría, y no recomendó trasladarla al hospital.
A pesar de las bolsas de oxígeno que se le pusieron, la protagonista de esta historia falleció rodeada de los suyos en la madrugada del día 27 de diciembre de 1793, a los 73 años.
Sus hijos Cosme y Remedios dispusieron la ceremonia exequial en el atardecer del sábado, día 28, con la solemnidad y el sentimiento que su madre se merecía.
Catalina fue sepultada junto a su esposo en una de las capillas laterales del Convento de San Francisco, en Oviedo, un templo que sería convertido en el primer Hospital General de Asturias, con la desamortización de Mendizábal, en 1837 y que -en el año 1902- sería derribado para ampliar la calle Uría y edificar la Diputación Provincial, hoy Junta General del Principado de Asturias.
No tardaría su hijo Cosme en contactar en Madrid -concretamente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando- con el escultor José Ginés y Marín, a quien le encargaría el sepulcro en mármol para su madre, así como para su padre fallecido seis años antes.
Los dos hermanos recordaban la afición de su madre por la música clásica y de cómo interpretaba composiciones -especialmente barrocas- con notable dominio y coloratura de la voz, con especial predilección por un aria de la ópera “Dido y Eneas” de Henry Purcell.
Cada vez que su madre interpretaba esa aria “La oscuridad me envuelve, en tu seno déjame descansar. Más quisiera, pero la muerte me invade, la muerte es ahora una bienvenida visita.
Cuando yazga en la tierra, que mis errores no causen cuitas a tu pecho. Recuérdame, recuérdame…”, es como si el mundo se detuviese.
En los funerales de su madre en este templo de San Francisco, los monjes franciscanos no hubiesen permitido que se interpretase un aria de ópera en el que la reina de Cartago -antes de suicidarse- se despide de su leal doncella, mientras piensa en el príncipe troyano Eneas que marcha en su barco, pero Cosme y Remedios sí consiguieron que el sochantre (director de coro de la catedral y gran amigo de Cosme Julián) hablase con el prior de los franciscanos y les permitiese que -por primera vez- una soprano interpretase esa aria, pero con otra letra, que ellos mismos redactaron la noche anterior.
Para los franciscanos aún resultaba extraño que una mujer cantase en solitario en su templo, ya que había estado prohibido que lo hiciesen desde mediados del siglo XVI -durante el papado de Paulo IV- tomando literalmente las palabras de San Pablo a los Corintios: “Las mujeres guarden silencio en las asambleas, porque no les es permitido hablar”.
Además, el papa Inocencio XI había prohibido a las mujeres que aprendiesen canto y música, y no podían cantar en teatros ni en los coros de las iglesias.
Bien es cierto que el papa Clemente XIV (1669-1774) había permitido que en los coros de las iglesias las voces de soprano y contralto ya las pudiesen hacer mujeres, justamente veinte años antes de la muerte de Catalina.
Pero el sochantre conocía a la soprano Inés Abad Fruela puesto que había oficiado su enlace matrimonial con Giuseppe Spagnolo Luca, un italiano que había llegado a Oviedo en el año 1760 como especialista en retablos barrocos, con el fin de trabajar en el de la iglesia de los padres dominicos, en Oviedo, como ayudante de José Bernardo de la Meana.
En el próximo y último capítulo de esta serie enmarcada en la novela histórica -con tantos episodios ligados a nuestro concejo de Parres- veremos cómo se desarrollaron las solemnes exequias fúnebres y qué fue de su hija Remedios Catalina.
————- Francisco José Rozada Martínez, 23 de febrero de 2023 –
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez