POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
No suelo ser crítico con eso que algunos llaman sabiduría popular y que tiende a dejarme cada vez más de lado. Entendiendo que la costumbre y la tradición guardan un poso de conocimiento asentado en la repetición de algunas prácticas por el puro éxito aleatorio que encierran, creo firmemente en el modelo científico de conocimiento según empezó a ser planteado por segovianos irrepetibles como Domingo de Soto y celebérrimos postuladores del pensamiento empírico de la talla de Immanuel Kant. Saber porque sí, gracias a la reiteración estulte de un proceder con resultados óptimos para el presente despreocupado de la causa, no conduce más que al inmovilismo cerril, creo yo.
Es por ello por lo que tiendo a expulsar de mi praxis docente e investigadora los lugares comunes a los que la memoria que se construye sobre esa mal llamada sabiduría popular y que, en un lugar tan repleto de espacios para la historia como es este en el que vivo, resulta, hasta cierto punto, desagradable. Pensar que la toponimia original de medio palacio y jardín real ha sucumbido a la negativa popular de aprender idiomas o de adaptarlos semántica y no fonéticamente al acervo cultural, me resulta ya un poco cargante. Sé que imaginarse a la reina Isabel de Farnesio cosiendo el Pabellón Dorado en lugar de a Farinelli cantando entre musas esculpidas por René Frémin y Jean Thierry o a la pobre reina Doña Juana prendiendo fuego al palacio de Valsaín más de un siglo antes de que las cubiertas del edificio ardieran, tiene su aquel para quienes poco o nada de interés demuestran en la mención real que el pasado nos grita.
Sin duda, esa cantinela popular me incomoda sobremanera cada vez que paso conduciendo camino de Segovia o paseo mi vida entre verde y dorado por el viejo camino de la segunda plazuela. Es llegar al delicado y ostentoso hotelito que se hizo edificar a costa del común el ínclito Francisco Serrano y ese rumor tedioso y molesto, vocinglero y recalcitrante, asalta mi mente de historiador siempre perturbado por los múltiples presentes que una vez existieron. Vuelvo la mirada hacia el “cottage” subido a un plinto rodeado de secuoyas afligidas y robustos cedros de pesada sombra y allí aparece un centenar de prendas colgadas en horrendos tendederos improvisados sobre las ventanas de los pisos superiores, justo donde una vez penaron los sirvientes de un militar que, como tantos otros, confundió el deber con la usurpación. Lleno de bragas a modo de bandera, el edificio señorial y, para mi gusto, británico en exceso, tornábase en coyunda de imposibles sentimientos y debilidades, pleno de esa inconsistencia patria hacia todo lo que conlleva femineidad y disolución de la realidad social. Quizás por ello, porque nada tiene sentido cuando la propia realidad es un sinsentido, solía comentar mi padre cómo los mozos de aquel municipio sometido a la dictadura adoctrinadora acostumbraban a vociferar consignas bárbaras a una plétora de jóvenes mujeres alojadas entre esas paredes imaginadas por quien fuera jefe del Estado español a mediados del siglo XIX.
Avecindadas en el hotelito del General Serrano durante una buena colección de veranos multitud de jóvenes españolas, muy españolas y únicamente españolas, vivían ese aleccionamiento que el régimen franquista, a través de la Sección Femenina de Falange Española, recetaba a las féminas patrias. Si bien es cierto que el partido fascista en su constitución planeó un movimiento estrictamente masculino, según promovía ese catolicismo inherente a una sociedad arcaica y anclada en la referida sabiduría popular y la negativa de Antonio Primo de Rivera, el esfuerzo de su hermana Pilar desde el embrión del Sindicato de Estudiantes Universitarios y la lógica fascista que niega la individualidad frente al Estado, logró que se constituyera la Sección Femenina de Falange Española, titular de aquel ciclo formativo dedicado a las mujeres. En buena lógica, conocedores aquellos fascistas y su reflejo constante en el presente de que la normalización de la sociedad se consigue parasitando la educación, tuvieron, tienen a bien el generar un ciclo formativo que construyera nuevas mujeres dentro de un espíritu llamado nacional y profundamente sectario, como bien define mi buen amigo Fermín de los Reyes. Ese sectarismo impreso en la educación de las mujeres hasta llegar a la singularización del sustantivo parece que ocupó buena parte de la formación de más de la mitad de nuestra sociedad, provocando parte de ese conflicto permanente que sufrimos con el machismo sociológico y que las constantes campañas igualmente aleccionadoras no parecen solucionar.
Sometidas a un constante proceso de adoctrinamiento sectario, aquellas mujeres convertidas en úteros al servicio de una causa y, en palabras de Pilar Primo de Rivera, incapaces de crear nada nuevo sirvieron de base a una sociedad donde la sabiduría popular mostraba, generación tras generación, lo que todos deberíamos saber. Mujeres en singular, mujer en plural, se han visto sometidas de forma perenne a todo tipo de vejación profesional, social, educativa, judicial y competitiva por el simple hecho de ser mujeres y no saber lo que todos nacemos sabiendo: que el papel de la mujer viene determinado por su propia condición de partida.
Ironías aparte, permítanme detestar ese horrendo nombre popular que se adscribe al viejo hotel del General Serrano y romper mi lanza de todas las semanas en favor de una sociedad integrada por personas conscientes de sus derechos individuales, pero también de sus obligaciones con el conjunto del común. Entre tantas soflamas libertarias y liberticidas, yo me quedo con la simple sencillez de la belleza que conlleva el respeto al otro, a la otra, a quién sea que integre este mundo donde no nos queda otra que entendernos, si la ansiada paz social es lo que se persigue.
Dejemos de fabricar mujeres y ayudemos a nuestros paisanos, a nuestras vecinas y compañeras, a compartir un futuro incólume de sectarismos y doctrinas, un lugar donde todos en conjunto valgamos tanto como la importancia dada al más sencillo, a la más simple de nuestras compañeras de viaje.