POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
A raíz de la publicación reciente en este diario del artículo “Villa Bragas”, de Eduardo Juárez Valero, acuden a mi memoria gratos recuerdos de mi paso por allí en el verano del 1959, apenas un año después de finalizar el curso Preuniversitario (PREU) en el Instituto de Segovia.
Estuve en ese magnífico palacete construido a finales del siglo XIX por el General Serrano famoso político. Con una superficie de unos mil metros cuadrados, dentro de una parcela de casi cinco mil metros que ahora es propiedad de Patrimonio Nacional.
Unas treinta universitarias cumplíamos allí el Servicio Social, requisito indispensable si se quería viajar al extranjero. En el caso de no haberlo finalizado, bajo declaración jurada era necesario comprometerse a hacerlo a la vuelta. Desgraciadamente, así funcionaban las cosas en aquella España que me tocó vivir.
En la residencia la vida transcurría plácida, con ambiente distendido. Éramos muy jóvenes y estábamos llenas de ilusiones: Mujeres de toda España que estudiábamos en Madrid. Las habitaciones tenían literas; y mi compañera era una chica de Badajoz, cuyo padre ejercía como ingeniero agrónomo en esa ciudad.
Había aulas donde recibíamos clases de diferentes materias, desde Formación del Espíritu Nacional, asignatura obligatoria en el plan de bachillerato de 1953, hasta Hogar, que abarcaba cocina, costura y saber cómo llegar a ser ama de casa. En este último caso, se ejemplificaba con el caso del sueldo de un ingeniero del INI (Instituto Nacional de Industria): cómo
administrarlo detalladamente en diferentes partidas. El programa se completaba con algo de Medicina y Gimnasia, ejercitando juegos como balonmano, por ejemplo, entre otros.
Por las mañanas, cada día, debíamos ir a misa a la iglesia del Cristo de La Granja de San Ildefonso. Como nos desplazábamos en fila mi prima Charo Duque y yo, emparentadas por la rama Hervás del propio Real Sitio y compañeras en la Facultad de Filosofía y Letras, nos salíamos de la misma para acudir a desayunar a casa de mi querida tía Satur, esposa de Eustasio Juárez, hermano de mi madre. Una vez finalizada la misa, nos incorporábamos a la fila, sin que se hubiese notado nuestra ausencia. Ya en el albergue, desayunábamos por segunda vez y comenzábamos con las distintas actividades.
El trato con los mandos era de camaradería total. En los momentos de asueto, conversábamos; e, incluso, hacíamos bromas, tales como inventarnos, Charo y yo, que teníamos una tía peluquera que nos había ensañado el oficio, que ni era cierto, ni sabíamos de esas artes, pero hicimos alguna escabechina al realizar algún que otro corte de pelo, incluso a la mismísima médica del albergue. Afortunadamente, no hubo ninguna represalia por parte de las instructoras.
Por las tardes, durante el tiempo libre, algunas caminábamos hasta el campamento de Robledo, donde hacían el Servicio Militar jóvenes universitarios -se trataba de las llamadas Milicias Universitarias-. Era habitual que fuésemos aquellas que teníamos allí el novio, quien, en mi caso, años después, se convertiría en mi marido. Departíamos durante breves minutos, ya que debíamos regresar a Villa Bragas para la cena. Siempre pensé que había varias similitudes entre nuestro Servicio Social y el Servicio Militar.
Tiempos después, llegaría la oportunidad de ir a mi anhelada Francia, algo que llevaba esperando casi desde que empecé a estudiar francés, mi asignatura favorita en el instituto, que luego llegué a impartir como docente en el mismo centro durante los cursos académicos 1963-64 y 1964-1965. En dicho contexto, me vi obligada a comprometerme a concluir el Servicio Social a mi vuelta.
Sin apenas planteármelo, se me presentó la oportunidad de ir a París, invitada a un curso sobre la Biblia donde asistirían universitarios europeos. No me lo pensé dos veces. El curso se celebraba a las afueras de la capital, en un edificio grande con instalaciones deportivas y diferentes habitaciones que me recordaban al albergue de la Granja de San Ildefonso. Por supuesto, literas para dormir, y clases, esta vez acerca del conocimiento de la Biblia. No obstante, lo más importante fue la socialización con jóvenes de diferentes países.
Excursiones diversas, donde nos mostraron la ciudad de la luz. Compartíamos juegos, conocimientos, opiniones; y el día que finalizó, después de una semana juntos, nos despedimos con pena.
Como la persona que había organizado el curso era muy amiga de un primo mío, me invitó a su casa, donde me quedé unos días. Además, dadas las grandes habilidades sociales de mi padre, muy bien relacionado en Segovia, tenía otra invitación para alojarme en casa del Director del Colegio de España en Paris, quien había sido Gobernador Civil en Segovia.
El Colegio de España estaba ubicado en el distrito XIV, dentro de la Cité Universitaire de París, creada tras la I Guerra Mundial como punto de encuentro de estudiantes internacionales. Allí fueron acogidos, tras la Guerra Civil Española, diversos intelectuales como Pío Baroja, Severo Ochoa o Xavier Zubiri. Clausurado por la ocupación alemana de París, se reabriría en 1945.
El edificio del Colegio de España, de estilo historicista, recuerda de alguna manera al Monasterio de El Escorial; y allí tenía su vivienda Joaquín Pérez Villanueva. Tuve el placer de pasar varios días con su familia, a quien conocía desde niña, habiendo jugado con sus hijas, de mi edad, en diferentes ocasiones. En aquellos días parisinos, viví experiencias únicas, como la de asistir cada día a mis clases en coche con chófer del Cuerpo Diplomático.
Como yo quería practicar el francés, y en casa de los Pérez Villanueva no tenía esa oportunidad, decidí que tenía que hacer algo. Así que, en el mismo Instituto Católico, donde asistía a los cursos de francés, había una bolsa de trabajo en la que me apunté. Salieron diferentes ofertas, me decidí por cuidar a tres niños. El horario me permitía la asistencia a las clases por las mañanas; mientras, a partir de las siete de la tarde, tenía tiempo libre para reunirme con mis amigas.
Se trataba de una familia que vivía muy cerca del Arco de Triunfo, magnífica ubicación para poder moverme por la ciudad; con tres niños de corta edad, el pequeño de pocos meses. Los padres estaban muy ocupados, ya que regentaban una farmacia. Marguerite, ama de llaves, se ocupaba de la casa. Era muy buena cocinera; y pude degustar las delicias de la cocina francesa. Mi cometido consistía en levantar a los pequeños, asearlos, comer con ellos y contarles cuentos, algo que les fascinaba. Salíamos a pasear después del almuerzo; por lo general íbamos al Bois de Boulogne, donde se divertían mucho con las atracciones infantiles allí existentes.
En tanto mi amiga Danièle, organizadora del curso sobre la Biblia, vivía en Trocadero, cerca de Étoile, cada tarde me desplazaba a su casa, desde donde ambas nos dirigíamos al Barrio Latino, con objeto de ir al cine, frecuentar cafeterías o, simplemente, pasear. Visité el Museo del Louvre muchas veces; pero, jamás olvidaré cómo me impresionó la contemplación de la estatua de “La victoria de Samotracia”, que había estudiado en mis clases de arte, yo tan influenciada por la cultura griega. Los cuadros impresionistas, ubicados en un edificio próximo eran lo que más me atraía; y visité aquel pabellón con la mayor frecuencia.
Uno de mis mejores recuerdos me retrotrae a una tarde en el Cine Hollywood, cuando Danièle, profesora de ruso en la Sorbona, que llegó a ser agregada cultural en la Embajada de Francia en Moscú, me llevó a ver “El acorazado Potemkin”, del director Serguei Eisenstein. Me impresionó saber que dicho film soviético se proyectaba a diario en aquella sala. Por entonces, era imposible ver esta película en España; así que me hizo doble ilusión.
Algunos fines de semana me trasladaba con la familia de mi amiga a una casa de campo que tenían no lejos de Chartres. Ello me brindó la posibilidad de visitar la maravillosa catedral con sus impresionantes vidrieras varias veces. En otras ocasiones, acudía al domicilio parisino de los Pérez Villanueva y comía con ellos.
Me hizo mucha ilusión cuando Danièle nos visitó en Madrid (2016), tras recuperar el contacto gracias a Internet. En aquellos días amables de primavera, paseamos y almorzamos en restaurantes como el antiquísimo Casa Alberto, con sus albóndigas exquisitas. Por cierto, mi amiga contó una primicia de interés histórico. Antes de conocernos, había pasado una temporada en la capital de España, donde impartió clases particulares de francés a la esposa del almirante Luis Carrero Blanco, personaje vuelto a escena al cumplirse medio siglo de su asesinato en atentado terrorista. Cuando los padres de Danièle visitaron a su hija, fueron invitados a cenar en casa del jerarca franquista. La conversación giró en torno al interés manifestado por el futuro presidente del gobierno y su mujer en adquirir una vivienda en París. Así, sondearon a sus invitados franceses sobre la información que pudieran proporcionarles sobre el mercado inmobiliario de su ciudad.
Volviendo a París, recuerdo mis paseos por los Campos Elíseos, Place Vendome, Ópera, Notre Dame, los “bouquinistes” (puestos de libros a la orilla del Sena), los descansos entre clase y clase, sentada en un banco del maravilloso Jardín de Luxemburgo. Todo me llamaba la atención, todo lo que fuese conocer esta maravillosa ciudad, donde había innumerables cosas por descubrir; y que, a mí, en aquellos tiempos, me llamaban tanto la atención. Las comparaciones con España eran continuas; y, me daba cuenta de lo que nos separaban. Por ello, sentía envidia sana de los franceses; y anhelaba que, algún día, mi país fuera un poco parecido a la tierra que yo pisaba en esos momentos.
Creo que valió la pena hacer el Servicio Social, por vivir experiencias tan fantásticas y enriquecedoras en París. A mi vuelta, meses después, lo finalicé en las oficinas de la Sección Femenina de Segovia durante dos meses.
FUENTE: https://www.eladelantado.com/segovia/villa-bragas-pasaporte-a-paris/