POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Sentir que el tiempo pasa inexorable es un síntoma del recrudecimiento de la edad. Días que vuelan, primaveras que se agostan, años que claudican sin permiso no son más que una señal de que todo fluye hacia un final previsto y no por ello deseado. La vida, que se escapa como un ladrón en la noche del desconcierto, juega con la idea de eternidad que nos colma de felicidad ignorante, haciendo del presente la mayor mentira con la que convivir. Esperando que todo cambie por arte de birlibirloque nos empeñamos en confiar en un acaso que jamás nos será favorable, pues, de querer algo el tiempo, entiendo que sería consumirse en interminable aquelarre. Supongo, queridos lectores, que uno se va haciendo mayor entre letras desgastadas, adjetivos demasiadas veces visitados y condenados y degradantes adverbios, siempre a la espera de asomar detrás del insulso sustantivo que sea.
Sea este un arrebato de existencialismo barato o no, como si Schopenhauer y su tabarra anduvieran escondidos en algún lugar desconocido de mi memoria, tiendo a sentirme un tanto abotargado por la densidad del tiempo vivido cada vez que me asomo a un cadáver de lo que alguna vez fue parte de mi pasado ya perdido. Sin ir muy lejos, el pasado lunes, camino que iba este que suscribe de la estación facticia de autobuses de este Real Sitio, quedé prendado de la carcasa olvidada de lo que una vez fuera Villarrubia. Con el paso ralentizado que provoca un recuerdo oculto bajo un deleite enterrado en un oscuro rincón de la memoria, la mirada se me plantó frente al poyete de granito donde gastábamos el tiempo entre botellines de cerveza, aceitunas cuestionables y conversación trascendentalmente perdida. Sin un nombre que llevarse a la boca más allá del escueto “vinos” que coronaba la filacteria del dintel, todo quisque en este pueblo reconocía en Villarrubia algo más que un bar sacado de alguna novela perdida del Maestro Delibes.
Entre su barra escueta de madera ajada, las mesas destartaladas rodeadas por sillas de roble roñoso y petrificado por la enésima capa de puntura marrón, los paisanos despilfarraban el tiempo cantando las cuarenta, pasando algún chorizo camuflado, guiñando un ojo a la treinta y una de mano o callándose los triunfos del subastado, no fuera a ser que, por irse de la muy, tocara apoquinar los vinos y ese pepinillo deprimido bañado en demasiado vinagre. Los parroquianos, metidos en cigarrillos de picadura, toses agoreras y sudor sólido de pura ranciedad, adornaban aquella penumbra para que los chavales alegráramos su cierto devenir con nuestras voces juguetonas mojadas por tantas ganas de vivir que hacían hermosa una vieja tasca condenada a la oscuridad del olvido. Jóvenes, ignorantes y, en definitiva, felices de poder gastar las primeras briznas de edad adulta, colmábamos aquel viejo mesón con nuestras ganas de vivir antes que la vida nos quitara la ilusión, el empuje, la alegría y, especialmente, los lugares donde la memoria se reactiva con el recuerdo de un pasado halagüeño.
Camino del autocar, que diría mi querida madre, la vista ingobernable me hizo girar la cabeza hacia aquel pretil de suave desgaste donde mi amigos me hicieron probar la cerveza, comer algo que aseguraban ser gato guisado y presidir la asociación de los quintos hace ya casi cuarenta años. Allí sentado a la sombra de un sábado veraniego sin par mis recuerdos del amor y de la vida se congelaron para martirizarme con su pérdida y la juventud que todo lo unía cada vez que paso frente a su puerta cerrada. Lo mismo que me pasa cuando me arrimo a la puerta del restaurante El Pajarón o la sombra de la casa de Blasa; si me arrimo al banco que una vez fuera La Resaca o la vieja terraza que una vez tuvo La Rana o Los Claveles; sin empanadillas del Dólar ni chatos cortos de cerveza en el Tropezón o el Cubanito; desaparecido el bar Doro y su maquinita de marcianitos en competencia con las gambas inmortales que freía el americano en el bar Mari; huérfanos del Pequeño Mesón y sus bocadillos imposibles, de la música deliciosa en La Tertulia o los cafés aristocráticos en el ambigú del hotel Europeo; todo ello, digo, ha terminado pasando como haremos todos, sin dilación, no dejando siquiera la sospecha de una existencia olvidada por el común de cuantos nos pudieran haber conocido.
Como ese pobre Pereira que imaginara en Lisboa Antonio Tabucchi, un servidor se siente abocado a patear las calles de un Paraíso que fue y será, pero que cada vez tiene más en su pasado de un servidor que en su futuro. Apenas en la barra de álamo negro de la Fundición con mi Compadre, el Sr. Bellette, entre amigos aún más caducos en las mesas tibias de La Fragua o en la ortodoxia decimonónica de una mesa redonda con la tapa de mármol en el hotel Roma, puedo sentirme parroquiano en una sociedad que ha convertido la hostelería en el peor de los negocios florecientes. Difícil resulta, no ya en este Real Sitio, sino en cualquier lugar donde estas líneas torcidas se estén leyendo, encontrar el hábitat deprimente e inspirador de una vieja taberna donde reunirse con los compañeros de vida. Perdida la Tasca en la judería segoviana hace un eón y el Prisco, ni se sabe, deambulo por estos paisajes urbanos de mi país sin encontrar consuelo con un vino seco y una aceituna turgente.
Quizás en Casa Antonio, al fondo de la toledana plaza de la Bellota, donde Javi Menor, Paco Cano, Miguel López y el Angelito, el ciclista, me llevaron a catar un resquemor de bazo, el corazón de algún bicho innombrable y el cocido de la señora madre de Antoñito, aún me sienta como algún domingo con mi suegro catando la paella que Isaac hacía en el bar del Club o domando los torreznos del Castilla a la sombra de la vieja casa sobre los dos peldaños aún resistentes de una acera ya perdida.
Supongo, como venía diciendo, que la inmediatez del negocio, el turismo de ocasión y domingo soleado, de camarero explotado, comida artificial, terraza eterna e impuestos escamoteados se ha llevado todo por delante en beneficio de una ganancia congeladora de la vida ya no tan eterna de los parajes singulares de este mundo rural desaparecido. No nos quedará otra que agudizar el recuerdo y vivir, como hacía Marcello Mastroiani en la inolvidable Ojos Negros de Nikita Mijalkov, prisioneros de un pasado ya consumido por un presente destructor.
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