POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
La moda es una dictadura mental, aunque algunos no se enteran del ridículo que hacen al caer en ella. Cada temporada las multinacionales del trapo escriben en los escaparates urbanos las normas a seguir. Un año toca pantalón de campana, otro, pitillo. Una vez será verde, otro morado. Por eso las tiendas de ropa de segunda mano y los rastrillos están a tope. Es que no cabe nada en el armario y hay que despejarlo para cambiar de colores y diseños. Hay mucho en juego y los que mandan saben cómo hacer que los que visten a la antigua se sientan casi desnudos. No es mi caso, desde luego. Sigo usando eso que llaman “fondo de armario”. Es curioso: los mismos que presumen de ir a la última rara vez notan que la última moda coincide con algunas prendas que ya vestían sus madres hace 40 años, solo que mejor cosidas y con tejidos de mayor calidad.
Este ejemplo referido a la moda del atuendo es solo la punta del iceberg. Hay modas en todo, desde las celebraciones familiares a las vacaciones, sin olvidar las que afectan al urbanismo, la arquitectura y el diseño de interiores. Todo es moda, todo tendencia, incluido criar mascotas; y todo lo maneja un mercado que lanza mensajes constantes forzando al consumo, y por ende al descarte. Hasta en los funerales se gasta la gente un pastón que no tiene. Una pena, pues no hay dinero peor invertido que el de los entierros de postín, donde a nadie vemos reír.
Por cierto, en eso de seguir moda los españoles estamos a la vanguardia. Somos explosivos para todo. A ver, si hay familias que se endeudan para pagar un bautizo o una comunión, y que piden prestamos para tomar vacaciones. Las mismas que hace pocos años, cuando estallo la gran crisis, pedían ayudas porque no llegaban a fin de mes. Sí, a los españoles nos gusta seguir la moda. Bueno, nos gusta mucho comprar y cambiar. Porque también es tendencia cambiar con frecuencia de pareja. Qué se lo pregunten a los abogados que viven de eso. Seguramente influye que tengamos en el subconsciente aquella España de la represión, del hambre y el estraperlo; cuando ver una película americana en el cine del barrio abría los ojos a un mundo de lujo inalcanzable. También habrá influido en este consumismo descontrolado que los que padecieron penalidades se esforzaron en exceso en dar a sus hijos todo lo que a ellos les faltó. Eso me consta. He escuchado en mis años de profesora de bachillerato muchas historias de padres angustiados por el mal comportamiento de sus hijos, a los que había criado entre nubes de algodón. Y me han relatado que ellos se privaban de todo para que al zangalitrón no le faltara ningún capricho. Mal hecho les dije siempre, pero a lo hecho, pecho. Hoy muchos de esos zangalitrones son parásitos sociales que no salen de la casa familiar ni a escobazos y amargan la vejez de los padres. Eso sí, siempre van a la moda, desde el tatuaje al pantalón descosido.
Por ello, en cierto modo, los culpables de muchos de los males que nos rodean somos nosotros mismos, por no enderezar nuestros arbolitos a tiempo; por seguir pagando sus caprichos. Creo, en general, que los españoles nacidos en las últimas décadas del pasado siglo, incluidos los que han conseguido labrarse con su esfuerzo un buen estatus profesional, son muy consumistas. Sinceramente, no les culpo. Les educamos así. Lo que sigo sin entender es el comportamiento de gran parte de personas mayores incorporadas a un capitalismo brutal y que parecen haber perdido la memoria de lo vivido. Estas personas reproducen todos los tópicos más ridículos de los jóvenes, por puro mimetismo. Es como si hubieran borrado de un plumazo sus recuerdos. He conocido a algunos que en su juventud compartían cuarto de aseo en edificios tipo corrala, o que ni siquiera disponían de este servicio en las casas rurales. Hoy, ya convertidos en abuelos, para seguir la moda instalan baños de diseño, con hidromasaje y cosas similares, que jamás usan. Sus aseos parecen laboratorios, y en la cocina todo es automático, precisamente ahora, cuando apenas cocinan. Y han sustituidos sus muebles de madera maciza y tallados a mano por otros de usar y tirar.
Pero un día, cuando en su casa ya no queda nada que recuerde al ayer, en la tele oyen hablar a un diseñador de lo que se llevará en el futuro: lo llaman “Vintage” y se vende caro. Son aquellos muebles que había en el viejo comedor; es el aparador de la antigua cocina, en el que se expone un molinillo del café como tesoro para decorar; el mismo modelo que la abuela tiró. El colmo de los colmos es que otro experto en tendencias de interiores cuenta que pronto volverá el gotelé a las paredes. ¿Y ahora qué?