POR PEPE MONTESERÍN CORRALES, CRONISTA DE PRAVIA (ASTURIAS).
Salí del Hotel Notre Dame de Jerusalén a las 5 a.m., llovía un poco, crucé la calle Jativat Hatzanjanim y la Puerta Nueva, en la esquina noroeste de la muralla, recorrí las calles desiertas y llegué al templo del Santo Sepulcro, hundido en una cantera abandonada del Calvario. El monte Calvario, donde crucificaron a Jesús, entonces extramuros y a las afueras de la ciudad, y el sepulcro, permanecen hoy no sólo intramuros sino dentro de un templo que empezó a construirse en el siglo IV. Casi todo el drama de la pasión, o sea, las últimas estaciones del Vía Crucis, de la X a la XV, se representa bajo techo. Después de muchas puertas y llaves, como quien se adentra en una matrioska, alcancé el baldaquino que protege la cámara mortuoria, de unos dos por dos metros, a la que entré en cuclillas por un corto pasadizo. Si fuera hoy, iba a complicársele mucho a Cristo su anástasis o resurrección.
¿Para el que viva más de una vida, habrá más de una muerte?, ¿y más de una resurrección?, ¿y más de un destino?
En la foto ante la puerta del baldaquino, aún queda otra cámara para llegar al sepulcro. Y entré.
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