POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO SÁNCHEZ Y PINILLA, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Cuando yo asistía como escolar, los Grupos Escolares estaban formados solamente por los dos magníficos edificios iguales de grandes ventanas construidos a más de un metro de altura sobre el nivel del suelo y subíamos a ellos por su amplia rampa. Están cercados de un recinto rectangular anillado de árboles y se dedicaban: el primero a la instrucción de los niños y el segundo, más interior y próximo a las vías del ferrocarril, a la de las niñas; donde los alumnos disfrutábamos tanto de la naturaleza del entorno como del propio edificio.
Doce largos lustros han pasado desde que abandoné los Grupos Escolares del “Poeta Molleja”, pero aun me veo –lo sueño con frecuencia- dirigiéndome hacia ellos, caminando desde mi casa la número 24, frente al Convento de las Monjas, de la calle san Roque doblando a la izquierda la acera de la tienda de comestibles de Miguel Godoy, y seguir por la calle Nueva hasta la esquina de Polonio, otra tienda de ultramarinos, que había en la calle de La Muela -hoy José Sánchez-, en el cruce de las calles Hierro y Juan Parejo y girar a la derecha esta última hasta llegar a una verja que encierra los Grupos, donde, según mis padres sería instruido y educado para el futuro. Gozaban estas instalaciones de un campo de fútbol a la derecha y un jardín a la izquierda, espacios, adorados siempre desde mi niñez, y hoy irreconocibles por haber edificaciones en aquellos solares.
Este itinerario lo anduve mañana y tarde durante varios cursos, y ahora recuerdo que nunca lo pasé mal. Por la mañana me levantaba con la hora justa para asearme, desayunar y echar a andar. Por la calle ya se iba engrosando la soga de niños en la misma dirección, con Andrés Fernández Polo, Juan Salguero, Antonio Borrego López, Miguel Mantas Cantero, y en la esquina se juntaban Antonio Tendero, Juan García Posse, Miguel Carpio, Paco Herencia, Tomás Martínez “Jarapillo”, etc, etc.
En invierno asistíamos ateridos de frío, y algunos con sabañones en las orejas; así nos agrupábamos en la puerta de la cancela un montón de muchachos inquietos a los que había que apaciguar y educar. Cuando llegaban los maestros se creaba un poco de silencio, que pronto se rompía. Ellos tampoco lo pasaban mal, pues aunque éramos niños traviesos y díscolos, también es cierto que muy obedientes, y si no, con la amenaza de la palmeta o de comunicarle a nuestros padres la mala conducta, pronto entraba en el redil la oveja huraña. A continuación formábamos filas en la puerta de las distintas aulas y en silencio entrábamos en clase dando los buenos días, y nos íbamos acomodando de pie en nuestro sitio. Con el maestro recitábamos una oración, nos mandaba sentar y comenzaba la clase.
El material escolar que usábamos, hoy sería digno de exposición: pupitres de madera de dos plazas con dos redondeles para los tinteros de plomo y con tablero abatible que tapaba un cajón donde depositábamos los enseres, plumas para la escritura, lápiz, un cuaderno, pizarra y pizarrín, y la enciclopedia de Dalmáu Carles para las lecciones de memoria. En la pared colgaba un tablero o pizarra de hule, y de vez en cuando el maestro hacía que en ella algún alumno expusiera a la clase el desarrollo de un problema, o escribiera con tiza la ortografía de alguna palabra que se nos atascaba.
En clase lo pasábamos bastante bien, sobre todo cuando leíamos de pie alrededor del maestro y mesa “Con cien cañones por banda /viento en popa toda vela /no corta el mar sino vuela, un velero bergantín /bajel pirata lo llaman /por su bravura es temido /y en todo el mar es conocido /de uno a otro confín / … que inflábamos los pulmones, para dar salida con voces fuertes y altisonantes a los versos de Espronceda, o cuando teníamos que ensayar alguna representación teatral, -entonces lo pasábamos bomba- .
De acuerdo con un turno prefijado, el maestro nos llevaba una vez a la semana por la mañana, al jardín para instruirnos en la agricultura, haciéndonos ver, cultivar y regar las plantas de rosales, jazmines y dompedros que allí florecían, así como las parras y limoneros y una pequeña porción de tierra dedicada a la siembra de patatas y cereales: trigo, cebada, maíz, etc. y el recreo de las tardes lo dedicaba para los deportes. Esa hora la esperábamos todos los niños con impaciencia, para irnos a: jugar al fútbol, a correr o a pasar por la zona del jardín reservado por las tardes a las niñas, para verlas y oírlas cantar mientras cosían o leían poesías bajo la dirección de sus maestras.
Las excursiones al campo era de lo más divertido por el contacto con la naturaleza en los caminos hasta la ermita de la Patrona en el Cerro Morrión, al Humilladero, al arroyo de la Cañada y vuelta por las Carniceras, a la Fuente del Anzarino, etc. pues volvíamos cansados, sudorosos y coloraos. En estas excursiones, los maestros, pedagogos de la enseñanza nos iban ilustrando con las escenas naturales de los labradores en el campo; la siembra, la siega y la recolección de los frutos en la era; los cortadores del olivar y recolectores de las aceitunas; el uso de las bestias en la labranza y transporte, etc. o sea todas las faenas agrícolas del medio en que por entonces desenvolvía la sociedad la vida del pueblo.
Los domingos y fiestas de guardar, era obligatoria la asistencia a misa, y cuando teníamos que comulgar íbamos a ella con una torta escondida, y en cuanto salíamos de la Iglesia nos la comíamos en el atrio. Al día siguiente para comprobar la no asistencia de algún niño a misa, el maestro solía preguntar por el color de la capa que el sacerdote, don Miguel Sánchez, había usado en la ceremonia, y, como esta pregunta sabíamos que nos la podía hacer, pues había que preguntarlo antes de entrar en clase.
La salida de los escolares la organizaban los maestros don Bartolomé Cazalillas y don Justo formando hileras que vigilaba don Juan Borrego, y por toda la calle Juan Parejo mientras caminábamos íbamos cantando canciones patrióticas, hasta que llegábamos a la esquina de Polonio y rompíamos filas.
Si has tenido la suerte de asistir cuando joven a estas clases, comprobarás de mayor, lo gratificantes que eran y que ellas te acompañan, vayas a donde vayas, el resto de tu vida. Los Grupos Escolares del “Poeta Molleja”, sus maestros, las vivencias y los condiscípulos, no te soltarán nunca.
Me siento feliz al comprobar que los recuerdos y sueños son tan generosos conmigo.