POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Aterrizó, con impecable traje de corte clásico y camisa blanca, avanzada la calvicie entre canas como su nariz sobre el rostro, en la Academia General del Aire. Era un vuelo privado, lo menos que cabía esperarse para el barón de Rothschild, quien visitaba la Región aquel 21 de febrero de 1967. Desde San Javier, el magnate se dirigió a la sierra minera de La Unión. No era un viaje turístico. Era, aparte de una auténtica maldición para Murcia como después resultó evidente, una visita de negocios.
El barón quería conocer en persona el proyecto para un nuevo complejo industrial que doblaría la producción anual de plomo y zinc. A trescientos metros de altura sobre el nivel del mar, Rothschild conoció que su inversión le permitiría conseguir 1,8 millones de toneladas brutas. Pero para ello habría que remover hasta 9 millones de toneladas de tierra. ¿Y qué?
Hacía ocho décadas que la Sociedad Minera y Metalúrgica Peñarroya se había establecido en España. Entretanto, Miguel Zapata, aquel antiguo barrenero al que le apodaban ‘El Lobo’, atesoraba la Sociedad Anónima Minero Metalúrgica Zapata Portmán. Tras algunas vicisitudes económicas, como narró en su día el periodista Ismael Galiana, acabó en brazos de Peñarroya. La Casa Rothschild controló la minería en La Unión y el atentado ecológico comenzó a perpetrarse. Además, tenía un nombre: Roberto.
Desde Portmán, el romano Portus Magnus, ya partían hace dos milenios barcos cargados de plata hacia Roma, además de ser considerado un espléndido puerto de refugio y citado entre los más valiosos del Mediterráneo español. Todo acabaría en 1957, una década antes de que llegara el barón, tras la apertura del nuevo lavadero Roberto, así llamado en homenaje a uno de los ingenieros de Zapata. Roberto comenzaría a arrojar al mar unas 3.000 toneladas de estériles al año. Las llamaban arenas negras, como la suerte que correría aquel encantador pueblo que albergaba unas 2.000 almas. Cuando cerró la explotación en 1992 se calculó que la cifra total superaba los 70 millones de toneladas, incluidos también -ya puestos- los estériles que hasta 1968 se guardaban en pantanos. Con un par.
La planta industrial Roberto, que empezó a ‘vomitar’ en 1960, como explicaba en su día sin inmutarse Mario González, abogado de Peñarroya, «estaba llamada a ser la más importante de España en su clase y en línea con las más espectaculares de Europa». Luego se probó que lo único espectacular fue el atentado ecológico. La falta de agua en la sierra obligó a utilizar el mar. Y se hizo con todas las bendiciones de la administración.
La «solución final»
Ya en 1964 fue evidente que la playa comenzaba a cubrirse de arenas negras. En 1967, el muelle de 63 metros lineales por dos de calado era un dique seco. Fue entonces cuando comenzó a hablarse de la «solución final». Como lo leen. Otra profecía. La iniciativa era construir un puerto a cargo de Peñarroya. «Y dejar que desaparezca la bahía», como publicó ‘Línea’ sin que las linotipias de la época explotaran ante semejante despropósito. Como barbaridad era afirmar que el desastre ecológico lo provocaban «primero el lebeche y luego todos los demás vientos y las corrientes» que empujaban los estériles hacia la bahía.
Al barón de Rothschild no lo recibieron con aplausos. Los vecinos clamaron contra la idea, encabezados por el párroco, Antonio Martínez Valero, quien clamaba al cielo con las iras del infierno cada vez que abría la boca y profetizaba el futuro. «Un desierto árido, arenisco y caliginoso, un pueblo abandonado a la miseria cuando agoten la cantera, unos pescadores sin puerto y sin vida». Protestas a las que se sumó con acierto el entonces alcalde de La Unión, Esteban Bernal, quien destacó en vano la belleza de la bahía, «única salida al Mediterráneo» del municipio.
Vendidos por 4 millones
Dos años antes, en 1965, Bernal solicitó permiso para construir allí un paseo y un hotel, lo que quizá hubiera salvado el entorno. Pero la autoridad portuaria les denegó el permiso. «Hay un proyecto para dragar la bahía. Tendrán que esperar», advirtieron. Y no se les cayó la cara de vergüenza. Los pescadores también lo tenían claro. Ya en 1967, Peñarroya había inutilizado con sus vertidos gran parte de los muelles y de la bahía. «Lucharemos hasta el límite de nuestras fuerzas para evitar lo que se pretende», hicieron saber al alcalde. Casi todos, por desgracia, lucharían hasta el límite de sus años. Nadie los escuchó. Ni el ministro de Marina a quien escribieron en 1965, ni el todopoderoso ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, al que armadores y tripulantes dirigieron otra carta en 1966.
El 13 de julio de aquel año, el Ministerio de Obras Públicas ordenó redactar el proyecto para abordar el «dragado total» para devolver la bahía al estado que tenía en 1959. Otros propusieron que los vertidos se incrementaran para formar una isla artificial que protegiera la cosas. Sí, para no echar gota… de estériles.
Peñarroya siguió a lo suyo. Pidieron que se retirara a Portmán la categoría de puerto refugio y ofrecieron construir uno nuevo en Cabo de Palos. A cambio de ampliar los vertidos, claro. Y pusieron cuatro millones encima de la mesa. Más lo que pondrían en algunos bolsillos. Un dato: al constituirse en 1968 la empresa Peñarroya-España figuraron en su consejo de administración, con un 2% de participación, algunos personajes bien relacionados con el franquismo.
El 27 de agosto de 1967 ‘Línea’ publicó otro titular profético: «Los últimos veraneantes de Portmán». Uno de ellos denunciaría en esta crónica -que el rotativo tildó de «cuasi necrológica»- el destino de las escasas diez familias que aún aguantaban sobre las arenas negras: «Roberto nos echa». Es curioso que el poderoso Roberto, en cambio, no haya logrado que ni un solo político dimita en este último medio siglo. Pese a que, como el lavadero, son legión quienes han ‘vomitado’, una y otra vez en falso, que abordarían la regeneración de la bahía.
Fuente: http://www.laverdad.es/