POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Aquel día ya amanecía especial. No teníamos clase y Sor Socorro, sor Joaquina, sor Esperanza, Sor Dolores, etc. nos iban a llevar de excursión a la casería El Francés. Así lo habían programado en el Colegio las Religiosas y nuestros padres, los de los escolares, habían dado el consentimiento.
Más temprano que otros días, los niños estábamos concentrados en la puerta del Convento esperando, pero esta vez, la carpeta no llevaba libros (aunque dicho sea de paso estos consistían en una cartilla, un cuaderno, un lápiz, una pluma, una pizarra y un pizarrín) en casa los habían sustituido por unas tortas o un bollo y una jícara de chocolate, para comérnosla a media mañana, ya que la excursión duraría sólo hasta el mediodía.
Dirigidos por las Religiosas, nuestras maestras, las que distinguíamos desde la distancia por sus tocas blancas de tres picos, salimos del Colegio todos los niños y niñas uniformados con baberos blancos y en fila, ocupando las aceras del pueblo por las calles Alta, Juan de la Cruz y Lopera; cruzamos la vía, mirando a ambos lados por si aparecía algún tren, y por fin llegamos, para contemplar un nuevo horizonte, a “el campo del Este”. Yo nunca había estado en esta parte del pueblo por donde sale el Sol y me sorprendió que fuera tan hermoso y bello. Tenía a mi izquierda y enfrente, un valle verde con olor a hierba húmeda de primavera que, se desparramaba hasta los llanos de Las Carniceras y se prolongaban desde el Paso a Nivel hasta la colina del Abadejo, llena ésta de olivos que, rodeaban la casería de El Francés, y al Sur el cerro Relaño poblado de grandes olivos coronado por un frondoso árbol llamado “el árbol del Amor”, del que se contaban historias pasionales.
Cuando cruzamos las vías, las filas que tanto habíamos respetado en el pueblo, se rompió, y todos los alumnos formamos corrillos para divertirnos con bromas a nuestro estilo y forma de ser. Entre los niños recuerdo a Manolo Luna, Jacinto y José Luís Mañas, José Collado, Miguel Mantas, Andrés Fernández y un largo etc.
Las monjas, nos vigilaban y nos daban consejos sobre las cosas en que debíamos reparar en la excursión para que, al día siguiente nos acordáramos al hacer en clase un ejercicio, y así anduvimos el camino llano del valle hasta llegar y cruzar el puente de Juan Chaparro, donde comienza la ascensión al cerro, y después en un cruce de caminos que conducían: a la cacería El Francés el de la izquierda, tomamos éste, pues el de enfrente nos llevaría a Lopera y el de la derecha a Cañete de las Torres.
Pronto subimos la cuesta y rodeamos la casería, que es grande y espléndida, con rejas en las ventanas y balcones en su fachada, y una gran puerta de herrería labrada para el patio donde estaban las cuadras para las bestias de labor, los graneros, y los accesorios de labranza colgados en salientes palos de las paredes y en el suelo, y el gallinero.
Desde ella, las vistas del pueblo en su conjunto: estación, chimeneas de las fábricas aceiteras, y la arboleda del río Guadalquivir ofrecen un maravilloso cuadro, pleno si coincide la contemplación, con el singular sonido metálico que llega de las campanas de la Parroquia cuando el aire sopla de occidente.
A lo lejos al norte enmarcando este paisaje, se divisan las colinas de Sierra Morena y entre los cerros caserías blancas en medio de olivares con su modelo tradicional que acogen los relinchos de las bestias de labor, la percusión de cencerros distantes y el ladrido de perros, todo ello cubierto bajo un etéreo cielo azul.
El regreso lo hicimos por una vereda de verdes hierbas y jaramagos con flores amarillas que desembocaba en la casería de Las Carniceras. Y en su frondoso prado, dos hombres que estaban segando forraje, semejaban artistas de teatro ensayando una vieja danza sobre la hierba, pues desplazaban y retraían la hoz de forma rítmica y elegante haciendo un giro en semicírculo con sus adiestrados brazos, y en cada movimiento atraían hacia ellos, manojos de jugosos y floridos tallos de jaramagos y espigas de hierbas, sin germinar.
En la ladera, a las niñas, desprendidas de los baberos blancos, se les aparaguaban las faldas de tablas cuando se agachaban para coger tallos de manzanilla y los guardaban con mimo en sus bolsas de tela bordadas de colores; con las violetas, lirios y nardos, hacían ramilletes; y algunas se las colocaban en el pelo en un gracioso combinado con el color del fuego, que robado al sol, se había pegado en sus mejillas. Aún guardo en mi memoria los nombres de aquellas lindas muchachitas que, libres de la felpa de sus cabezas, hacían volar sueltas melenas y rizados tirabuzones, con majestuosa prudencia en sus desplazamientos, semejando volátiles mariposas entre blancas azucenas y verde avena.
Contribuyó el buen tiempo y todos los escolares disfrutamos de lo lindo subiendo a los olivos, desde los que algunos niños imitaban el canto de pájaros; jugando al escondite; corriendo por entre olivares o comiéndonos el desayuno: bocadillos de chorizo, de queso, o frutas: plátanos, naranjas, manzanas, etc.
Han pasado muchos años y aquellas niñas y niños, compañeros de cole, que conmigo han llegado a la mayoría de edad, seguro que, nostálgicos recordarán aquella feliz mañana de primavera y algunos gozarán pensando en ella, como cuando se contempla un arco iris.
Muchas veces he pensado, si no fui marcado en esta excursión de mi niñez, con lo que disfruto cuando salgo al campo. Hubo un tiempo en el que, si no subía un fin de semana a ver y patear los olivos, agachándome a coger algún espárrago, o a descansar, o a que se me secara el sudor bajo la sombra de alguno de estos árboles, me parecía que no había disfrutado de tal tiempo.
Subir al cerro cubierto de olivos y protegerme del sol en su sombra, sobre todo: cuando el cerro huele a hierba húmeda, a tomillo y a hinojos; cuando el silencio domina el espacio abierto; cuando el sonido de algún ave que cruza fugaz lo percibes nítido, puro, como el agua cristalina deslizándose por entre guijarros; entonces soy tan feliz, como una loba en cría, cuando su espíritu sale de la cueva y se pasea por el prado en noches de luna llena.