CURIOSO ENFRENTAMIENTO EN 1612 ENTRE EL PRELADO Y EL INQUISIDOR QUE ACABÓ CON VARIOS PRESOS Y EXCOMULGADOS . POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Al señor inquisidor García de Cisneros nadie le tosía. Hasta que encontró la horma de su zapato. O, mejor escrito, la horma del zapato de un valiente obispo, entre los más célebres de la historia de la Diócesis de Cartagena, que así se llama y no de Murcia, como aún escriben algunos.
Se trataba de fray Antonio de Trejo, el mismo que viajó en embajada a Roma para instar la declaración del Misterio de la Inmaculada y a cuyas expensas se labró la suntuosa capilla de la Purísima en la Catedral.
El encontronazo con el Santo Oficio se produjo en 1612 cuando García de Cisneros decidió encarcelar a tres notarios eclesiásticos y a un procurador mientras se disponían a realizar una diligencia del obispo. Aquella acción comenzó a criticarse en las calles y hasta el corregidor, Felipe de Porres, tuvo que disuadir a los más exaltados. Además, inició una ronda de visitas a diversos conventos, entre ellos Santo Domingo, la Trinidad y San Francisco, a fin de que mediaran ante la Inquisición para evitar más que probables tumultos.
Y eso fue, como predijo el buen corregidor, lo que sucedió al día siguiente. Primero, por el creciente enojo por las detenciones. Y segundo, después de que los murcianos descubrieran en el tablón de anuncios de la Catedral un cartel donde el Santo Oficio declaraba puestos en entredicho y excomunión al mismísimo obispo y a todo el Cabildo del primer templo de la diócesis. Con un par. La respuesta de Trejo fue colocar en el mismo tablón un decreto donde declaraba nula la acusación de los señores inquisidores.La tensión crecía en la ciudad y el corregidor temía lo peor.
Cuenta Frutos Baeza que, «a pesar del toque de queda, a pesar de las prudentes amonestaciones de la primera autoridad municipal, las gentes invadieron las calles más céntricas, los parientes de los presos vociferaban su disgusto» y hasta el corregidor advertía de que «todo se iba alborotando con principios y premisas de una irreparable desgracia».
Un Concejo urgente.
El obispo Trejo, entretanto y a su aire, ordenó detener a los ministros del Santo Oficio, quienes acabaron en la cárcel episcopal junto al mismísimo fiscal de la Inquisición. Y el corregidor, por otro lado, dispuso que ningún vecino saliera aquel día a las calles, mientras convocaba un Concejo urgente para el día siguiente, a fin de intentar encontrar una solución a tamaño entuerto.
Después de deliberar sobre la cuestión, los regidores decidieron acudir en pleno, incluidos hasta los maceros municipales, en improvisada delegación a ver al obispo y después al Tribunal del Santo Oficio. La idea era convencer a uno y a otros de que el escándalo en las calles podría convertirse en auténtica algarada, por lo que era indispensable hallar un acuerdo y liberar a los presos.
La primera visita fue al obispo, quien recibió al Concejo con grandes muestras de hospitalidad, según refieren las crónicas. Trejo relató a la comitiva que la Inquisición, engreída como andaba desde ya hacía demasiado tiempo, se burlaba de su autoridad de inquisidor ordinario e incluso atentaban contra él, sin atender ruegos ni petición alguna. La gota que colmó el vaso fue encarcelar a sus notarios y al procurador cuando demandaron al Santo Oficio que les certificaran la entrega de un papel. Aunque, pese a ello, Trejo aceptó liberar a los detenidos si aquello ayudaba a calmar los ánimos.
Apelar al Rey.
Felices de su éxito, los regidores se encaminaron a ver al inquisidor mayor. Pero ni pasaron de la puerta. Allí mismo, le hizo saber el portero al corregidor que no podía entrar por estar excomulgado también. Más leña al fuego. Sin embargo, cuando se disponían a marcharse, el inquisidor aceptó la visita, los escuchó y concluyó que no liberaría jamás a los presos. Eso, sin dejar de arremeter también contra el Concejo, en plan Torquemada con dolor de muelas.
La ciudad decidió entonces enviar sendas cartas al Rey y a la Santa General Inquisición, quejándose del proceder del temible inquisidor. Y a los pocos días se recibieron las respuestas, para mayor enojo de García de Cisneros.
Porque no solo desautorizaban sus prácticas por exageradas, sino que le prohibían que en adelante encarcelaran a nadie si no era por causa de fe, que tampoco ordenara persignarse y decir oraciones, ni indagar genealogías o detener a ministros de justicia sin orden superior, entre otras muchas indicaciones. Las blasfemias del inquisidor al conocer la noticia aún retumban en la vega cuatro siglos más tarde.