POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA)
Estaba yo mirando desde mi balcón, con la mirada perdida en un horizonte imaginario que apenas se vislumbra entra unas casas de la Plaza de la Villa, un horizonte que es como una línea que está ahí, en el pueblo segoviano de Martimuñocillo, el nombre familiar y cariñoso que damos al pueblo de Martín Muñoz de la Dehesa, otrora perteneciente a la Tierra de Arévalo, como otros tantos pueblos segovianos que son vecinos del Este. Ahora no tengo yo el amplio panorama despejado que tenía en el Mirador del Adaja, ¡que no me importa! porque las barreras arquitectónicas que me ocultan el panorama son parte de esta plaza histórica y mudéjar, “mi plaza” como he dicho algunas veces haciendo como una apropiación indebida, el ábside de Santa María con sus arquerías de ladrillo repetitivas formando el semicírculo absidal. Mudéjar de mi ciudad. Y un lateral de la antigua Casa de los Sexmos, edificio coqueto y retocado en su humildad en el último momento de su vida, larga y fructífera, que de todo acogió entre sus paredes y hoy nos muestra detalles de nuestra historia, el pequeño y humilde Museo de Historia de la Ciudad, pequeño pero grande de contenidos que resumen facetas, como flases del tiempo que se nos ofrecen para dar solo una ligera idea de la gran historia de este rincón de Castilla, y de sus personajes más conocidos.
Y estaba yo absorto en una de esas tardes con nubarrones, esos que por fin nos han traído unas lluvias más que esperadas, imprescindibles, esa agua tan deseada por necesaria, como que ya estábamos al borde, no de la sequía, que era manifiesta desde hace varios meses, sino del agotamiento real del líquido necesario para la vida. ¡Haaaa y por cierto! ya vi las cumbres de la sierra segoviana coronadas de un manto blanco, por fin la nieve en nuestras montañas, en esas reservas de líquido que poco a poco se irán filtrando a nuestros acuíferos o conformando nuestros ríos.
Pues sí, se había acabado ese veranillo de San Miguel, que ha sido más que verano, sin diminutivo. Luvias que han impregnado nuestros pinares que agradecidos nos están ofreciendo una cosecha siempre deseada, los “nícalos”, que por otras latitudes llaman níscalos, o mízcalos, o robellones, o rebollones… la flor de otoño que en algunos establecimientos hosteleros se ofrecen como una tapa más que suculenta, de temporada, y que tanto atrae a la gente. Ya tocaba una cosecha medianamente abundante que llevábamos varios años que casi ni los catábamos. Yo tengo un amigo que dice ufano: “A mí me gusta buscarlos, limpiarlos y comerlos…”, y los pinares llenos a rebosar, de gente.
Unos fines de semana de mucho movimiento de gentes, esas que hoy conocemos como turismo cultural, o gastronómico, turismo y afluencia, al fin y al cabo.
Y seguía yo mirando nuestra plaza emblemática, recibiendo grupos numerosos y gentes más desparramadas que recorren la plaza buscando sus múltiples ángulos visuales o fotográficos. Da gloria ver nuestro corazón histórico de la “Ciudad Vieja” colmado de gentes procedentes de tantos y tan dispares lugares, para admirar una de esas plazas castellanas más bellas que existen, como lo pusieron de manifiesto los protagonistas de las noches de las Jornadas taurinas que, como en otras ocasiones, en muchas ocasiones más, alaban el marco de celebración, el Espacio Cultural de San Martín y el entorno de la plaza maravillosa y sugerente con luz de noche, entorno mágico y atrayente a los visitantes. Sobre las Jornadas Taurinas ya ha publicado este Diario.
Y noches teatrales en la escena del Castilla que está celebrando la VII Muestra de Teatro, otra actividad otoñal de mucha tradición. Este sábado tocaba “Viaje a ninguna parte” esa visión amarga de Fernando Fernán Gómez de los últimos “cómicos de la legua” ambulantes que desaparecerían con el cine. Preciosa versión teatral de “Tiramisú Teatro”. Un ciclo completo: novela, teatro y cine… magnífico y melancólico Fernán Gómez. Otoño y teatro unidos como siempre, pero cada vez fresco y renovado…