POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
No hay mayor felicidad que salir de la espesura del bosque ceniciento, justo ahí donde rompe el canchal. Encaramado a la loma alta de la sierra, las empinadas cuestas repletas de lascas fracturadas acomodan el paso con el collado en la lejanía, esperanza de un descanso crepuscular. Va el caminante sofocado por la agonía que regala el desmonte, ora repleto de pinatos revirados, ora aplastado el pasear por el agobio de una sombra que pesa tanto como la nube infranqueable de semillas aventadas. Mas, rota la línea del último de los pinos agotados de tanto viento por domeñar, que aparece un horizonte inmenso, interminable, inabarcable e impoluto. Allí en pie, rodeado por una horda de piedras rotas en los enamoramientos de fríos y calores serranos, uno se siente en el más hermoso de los deleites que un paisano pudiera encontrar. Sentados sobre los muros de un corral marciano para el majadeo de la altura más empinada, los compañeros exhaustos por semejante navegar reposan la belleza sin par que Peñalara y sus Dos Hermanas exhiben llegada la última primavera casi estival.
Es entonces que, rodeado por un piornal enfebrecido en su floración, uno cae en la increíble estampa de una pedregal inmisericorde poblado por una inmensidad de verdor silvestre metido entre amarillos domados por un pincel decimonónico. Entre cárcava y secarral, los piornos y jabinos acompañados por un batallón de gencianas caprichosas en su florecer tapizan una montaña cada vez más salvaje y despegada de su propio pasado.
En tal situación me hallaba el domingo pasado, preso de un caminar insensato en la búsqueda del chozo del Cancho, por debajo de Peña Citores, siempre detrás de mi Compadre, el Sr. Bellette, en compañía de una hueste carbonerense guiada por Juan Francisco Bellette Tapias, vástago de mi querido amigo y de la señora Antonia Tapias, que apareció por el horizonte lejano Enrique García Montes, vecino de este Paraíso y frecuente corredor de lomas imposibles y cimas inalcanzables. Venía aquel compañero ligero en el triscar un tanto ofuscado por las caricias que los cambroños y sus retamas negras de amarilla flor le venían regalando. Ciertamente, de un tiempo a esta parte, los agrestes arbustos que acondicionan las alturas más inalcanzables del pinar han venido creciendo de forma desaforada hasta convertir una nimiedad en sotobosque arbustivo allí donde no debería haber más que una rala población de plantas acogotadas por el terrible frío invernal trufado de calurosos veranos extenuantes. Con las canillas decoradas a base de arañazos gratuitos, recordaba mi paisano aquellos tiempos en que el pastoreo domeñaba la montaña hasta transformar el ciclo vital de toda especie allí alojada al devenir estacional del paso de caballerías, reatas de bueyes y rebaños de merinas mezcladas con churras, cabrillas saltarinas y vacas de prietos lomos que cultivar. Me recordaba Enrique que, pasada la temporada de majadeo, los pastores metían cerilla al monte alto para que el fuego controlara el tapiz anual, garantizando un próximo verano de pasto rejuvenecido, a la vez que impedía del modo más drástico la proliferación de arbustos guerreros, para que pasto y tiernos brotes alegraran el alto pastorear.
Este que suscribe, atento a la conversación de mis vecinos, mucho más sabios de lo que podrá jamás llegar a ser, comenzó a fantasear con el cancionero viejo de las sierras castellanas, aquel que recopilara el Maestro Agapito Marazuela y que tan bien perpetuaran los santos segovianos del Nuevo Mester de Juglaría. Así, apoyado contra un muro de piedra seca frente a un viejo refugio ya olvidado por los inexistentes pastores serranos, vino a mi memoria aquel ajado cantar que recordaba cómo quedaba la sierra con la partida de los pastores y que revivió el maravilloso Ismael Serrano con su guitarra resquebrajada de tanto acompañar a una voz rota por la verdad que esconde cada una de las estrofas cantadas.
Volviendo la vista hacia esa Segovia infinita que se siente diminuta desde la loma alta del pinar, sentí que aquella oscuridad perdida dejada por los pastores cada año al partir hacia la Extremadura inverniza, quemada por el sudor y la necesidad de generaciones olvidadas, había dado paso a una esperanza que el fuego más sanador nunca ha podido devorar. Mirando las delicadas flores que los retamones garantizan cada primavera, uno llega a comprender cómo la vida se renueva de forma instantánea, mientras bosques y canchales resisten un constante rejuvenecimiento, sin que la mano incendiaria del ser humano afecte alguna de aquellas decisiones que la naturaleza ya tiene tomada.
Llenando mi quejoso pecho de un aire tan puro como la candidez que me suele definir, imagino una sociedad sometida a la naturaleza de los actos derivados de su propio devenir. Sin cerilla que incendie el pasto en busca de una renovación ansiada, me siento en la necesidad de comprender lo poco que habría de cambiar el mundo que nos rodea, sometidos todos los paisanos a una monotonía propia del nunca cambiar. Planos y dependientes como los zombis de Aldous Huxley en su Mundo Feliz, la vida sería una suerte de florecimiento periódico y previsto con un único objetivo de supervivencia que esperar. Quemadas las esperanzas al llegar el final de estío, poco más que un brote tendríamos para soñar con un futuro halagüeño. Afortunadamente, el paso de los decenios ha devenido en una certidumbre real de piornos florecidos cada vez más rebeldes, más expandidos por los collados altos, más duros y resistentes al invasor. Sus maderas, antaño de fino grosor, pasto para las matanzas de noviembre y alimento para el hogar del panadero, ha sobrellevado una lenta revolución tornándose en tronco apaisado de leña irrompible y, lo que es más importante, resistente a cualquier fuego que asome por el lugar.
Nunca sabré si el fuego que se aplica a la tradición es renovador o involucionista, la verdad. Lo que sí sé es que, sin esa llama que todo lo renueva, nada deja de ser lo que fue y la novedad no aparecerá fruto del calor que consume nuestro interior.