POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
En vísperas de las Navidades de 1979, a los dos años y cuatro meses de incorporarme a la vida morala, leí en el periódico local “QUINCE DÍAS-El Moralo” un bello artículo costumbrista de aquel ingenioso y popular Miguel Alfonso González encabezado por ese título: “Yo me sé un nío de tórtolas”.
Como es natural, estaba redactado desde la perspectiva local, utilizando –además– el habla coloquial y singular de los chicos del Arañuelo.
Lo guardo en papel y en mi ordenador, porque me transporta mentalmente a los años de mi niñez. Pues éste que les escribe y los niños de mi generación, en nuestro Montehermoso natal o cualquier otro lugar, vivimos esa misma vivencia.
Sí, porque cuando llegaban estas fechas, a finales de curso –entonces nos daban las vacaciones en Julio–, la monotonía del recreo escolar se rompía cuando alguno de los condiscípulos soltaba esa afirmación bien expresivamente, para llamar la atención de todos los presentes: ¡“yo me sé un nío de tórtolas”!
Los juegos se interrumpían, el “locutor” era rodeado inmediatamente, asaeteado por un enjambre de ojos y oídos ávidos por conocer más pormenores del hallazgo.
Y, en un plis-plas, el mencionado sujeto se convertía en el foco de atención de todos los presentes, admirado y elevado a los altares en ese instante, aunque en otras ocasiones fuera uno del “montón”.
Y así, y por un momento más o menos prolongado –pues dependía de las palmadas del maestro que señalaban el fin del descanso matinal–, le privaba del habitual protagonismo al líder de la clase o al único compañero que tenía balón.
Las preguntas se reiteraban y acumulaban: ¿óndi?, ¿vieju o de ogañu?, ¿con güevuh recientih o engüerandu pol la madri?, ¿con tortolinuh chiquinuh o volanderuh?…
El protagonista sonreía, pero callaba… En el fondo, deseaba responder a todos, pero silenciaba… Vivía un momento mágico. Era su más preciado tesoro, que de ningún modo deseaba perder.
Situaciones como ésa estimulaban nuestros sentidos, incitándonos a encontrar nuestros propios nidos, que la “universidad de la vida” nos había doctorado en el tema de su más que posible ubicación: una buena encina o alcornoque de la dehesa boyal, no lejos de campos de cereales o lugares de trilla, cerca de agua permanente en verano (fuentes, lagunas o el arroyo del Pez) y en el mismo lugar o próximo a su nidificación del año anterior. Y, si a ello le añadíamos la captación auditiva del peculiar arrullo de la tórtola común (aún no había llegado a España la turca, asentada hoy en parques y áreas urbanas), todo era cuestión de paciencia y observación para lograr el ansiado objetivo.
Yo viví y disfruté numerosas veces de esa añorada experiencia, que me hacía resarcirme de ser el “cuatru ojuh” y el “empollón” de la clase (¡y sin balón!…).
Y, ¡claro que los hallaba! Sobre todo en ese incomparable paraje que era “Jerrau” o sus alrededores que, al margen de reunir las condiciones antes señaladas (junto a la laguna y fuente de su nombre, muy cerca del citado arroyo, próximo a las eras del “Valle de los Linares”, etc.), yo tenía que visitar mañana y tarde para recoger o llevar la yunta de mulos de mi padre, antes o después de la sofocante tarea de la trilla en el lugar indicado.
Pocos conocían mi secreto: a veces mi vecino y amigo Juan Antonio (“Meleru”), y pocos más. Porque sabíamos que la indiscreción arruina cualquier buen deseo.
Porque encontrar un buen nido de tórtolas lo era en aquellos tiempos: el seguimiento paciente del “engüeramientu” (pero sin tocarlos, para que los padres nos los “aborrecieran”), el aguardo parsimonioso de la eclosión de los huevos (de 15 a 20 días) y la posterior espera hasta que estuvieran criados los pollos, pero antes de que abandonaran el nido.
Y, una vez llegado ese justo momento –ni antes ni después, por razones obvias– llegaba la penúltima fase de la operación: cogerlos con sumo cuidado, depositarlos en una provisional caja de zapatos y llevarlos a la troje de casa; donde ya mi hermano mayor –Antonio– me había ayudado a instalar una gran jaula casera de madera y malla metálica, que sería el nuevo hogar de los tortolillos.
Y así, llegábamos al último período de su desarrollo y adiestramiento: la de alimentarlos con migas de pan –humedecido, al principio– y con granos de trigo o cebada –después. Hasta que aprendían a comer solos. Ese diario proceso conllevaba el de apego mutuo; de tal modo que, a los dos meses –aproximadamente–, ya podíamos abrirles la puerta de la jaula cada mañana para que salieran libremente a donde quisieran, regresando con el “papu” hinchado y solícitos al anochecer, al cobijo de la peligrosa noche y al reclamo de la cariñosa mano que los acariciaba cada atardecer.
Pero, aquellos duros – pero maravillosos y añorados– años de la infancia pasaron. Y con ella se marcharon para siempre mis queridos tórtolos. Hoy me despiertan cada mañana, con el alba, desde el parque situado frente a mi casa. Pero no son mis queridas tórtolas comunes del pasado, las de mi niñez: éstas son turcas y urbanas…