POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
A la altura del puerto de los Neveros nace entre las escorrentías y el deshielo de los ventisqueros más pertinaces a la altura del Risco de los Claveles. A la sombra del murallón de Peñalara, lluvia y nieve, rocío y vapor, acaban por unirse en primigenio cantar de roca en peña para formar una leve corriente de agua que enfila el descarnado despeñar hacia la Nava de San Ildefonso. Joven y descarado, el Carneros inicia su corto viaje en pos del río Eresma, sabiendo que por el camino habrá de alimentar un Paraíso.
Entre piornales y jabinos ralos, aplastados por el congelador relente que sopla desde el Reventón, apenas un puñado de pinos saludan el jovial cantar del Carneros, feliz por nacer en cada instante que una de sus gotas tintina entre esquistos milenarios, animando a saltar entre delicadas burbujas a los pocos alevines que habitan ya sus prístinos regatos.
Allí, jalonado por corrales perdidos de mestas olvidadas, donde los pastores castellanos tomaban la vereda de la esperanza, recibió el joven arroyuelo su nombre de tanto alimentar cabras, vacas, ovejas; de aliviar el calor de tejones huidizos, jabalíes recelosos de sus proles, corzos de alegre salto y hambrientos zorros, gatos monteses, hurones y jinetas; por atemperar el paso de mulas, caballos y asnos o para que dogos, cachorros y perras trujillanas persiguieran a la vieja loba parda. Que fue gracias a que el rey Carlos III comprara el bosque de Valsaín y tachonara sus límites con coronas y cruces de vivo granito, los pastores de la Extremadura castellana tuvieron que tomar las de Villadiego subiendo al collado de los Neveros por la majada del Tío Blas, pausando el paso en el Corral del Pasadizo para descansar a días alternos en los corrales del Tío Poncias, sin poner pie, pata o pezuña más allá del arroyo del Cañón.
Y siempre con el Caneros latiendo en vena que todo lo sana; arteria de añil petrificante y remanso remaneciente que todo lo cura, que todo lo mejora y a quien todo debemos. Difícil de comprender es el verdor del pinar, el aroma de los tejos, el preticor del salpicar en los meandros y la fragancia de serbales, acerolos, acebos, saucos y escaramujos sin el sustento que el Carneros otorga. Ese arrebol de juventud eterna que nos regala en cada paso que le ganamos debería ser suficiente para atesorar toda una vida el recuerdo de aquel trasiego por los bosques de Valsaín.
Pero no es así. Los viejos pasos se van perdiendo y su cauce tiembla con el cambiar del tiempo. Apenas las truchas remontan sus aguas antaño libres, hoy atascadas de roña vieja, rama caída y pino cadavérico. Ya no cuidan sus riberas los pescadores, ni la cuadrilla de la limpia libera su discurrir del paso del tiempo. Las ovejas y los perros no abrevan su viajar ni los canteros recogen los gorrones que el cauce aparta en el revirar saltarín de las Peñas Lisas. Tan solo el triste caminar de quien pasa sin saber, del peregrino del fin de semana, del ciclista apresurado, repican en el cauce del Carneros antes de que se una a su primo, el Morete, al cruzar el rastrillo del Jardín de Rey, justo después del puente que da paso al cadáver de la Casa del Cebo, premonición de lo que espera a un arroyuelo del Guadarrama, aplastado por tanta legislación, huérfano de tan poca empatía.
Quizás deberíamos volver la vista hacia las antípodas e intentar recuperar el sentido que la naturaleza alberga, sin que lo sepamos, en nuestro interior. Quizás podríamos ser capaces de ver en el Carneros esa sangre que no creemos necesitar, pero que nos alimenta en cada meandro que dibuja, cada remanso que llena de agua nueva. Es posible que presintiéramos el ronco latido entre la bruma de un inmenso verdear del gran río Whanganui, en la Isla Norte de Nueva Zelanda, a medio camino entre Australia y la Antártida. Esencia de las tribus que lo han habitado durante milenios, el río palpita en su interior con la misma fuerza que gritan el Carneros y el Morete, el Minguete y el Telégrafo e, incluso, el arroyo de las Almas del Diablo, a poco que se cierren los ojos al caminar. Atacado por el criminal retroceso que conlleva el progreso en manos de los que no sienten más que el chirrido del dinero que todo lo corrompe, el gran río Whanganui a duras penas ha sobrevivido a siglo y medio de modernidad. Afortunadamente, los indestructibles maoríes, eternos como los helechos plateados que crecen en la ribera de su río, han conseguido dar personalidad jurídica al Whanganui, de modo que pueda defenderse de la agresión humana enmascarada en fútiles y venéreas declaraciones de protección. Estas, normas que nadie cumple y el silencio del bosque vela, enmarcan un entorno de prohibición que aleja a sus habitantes de la comunión en que vivieron durante eones de comprensión y necesidad mutua.
Dicen los viejos maoríes de las tribus Whanganui que el gran río fluye desde las montañas hasta el mar. Ellos son el río. El río es ellos. Y nada en el mundo ha de separar el sentido de su vivir del agua que recorre cada suspiro de un cauce que nadie habrá de olvidar o maltratar nunca más.
Pues eso, queridos lectores, repitamos con voz clara y cristalina, jovial y juguetona; fría y escurridiza como el amanecer entre los maternales pinos de la sierra:
Yo soy el Carneros. El Carneros es yo.