EL RELOJ PINTADO DEL NUEVO MESTER

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

La Granja de San Ildefonso, plaza de los Dolores

Ya me dirán Vds. si hay algo más segoviano que, el día de San Pedro, estar bajo el acueducto escuchando un recital del Nuevo Mester de Juglaría. Sin duda, es tan segoviano como palmarla en Villalar, encerrarse en una ermita en las Hoces del Duratón o salir en plena ola de calor con una chaqueta en el brazo, ya saben, por si refresca. Allí, atendiendo a las coplas de estos juglares, uno se enardece como en el campo de batalla comunero; atiende a los pajarillos en la serna, en recuerdo del Santo Pajarero y deja el abrigo en el coche, por lo que pudiera pasar. Así, en esa tesitura, me encontraba el pasado sábado en compañía de mi compadre, el Sr. Bellette, y de nuestras Santas, que, agobiado por el incesante calor, me dio por rememorar mi vida entorno a tan dignos y honorables paisanos.

El caso es que, después de indagar en la memoria de mis vecinos, colegí que la primera vez que recalaron de forma oficial en este Paraíso fue durante una Semana Santa a principios de los años setenta. En concreto, un Jueves Santo que, como en tantas otras ocasiones posteriores, de tanto frío que hacía, hubieron de caldear el ambiente entre jotas, bailes y demás composiciones tradicionales. Desde aquel entonces, han sido habituales visitantes del Real Sitio, llenando la Plaza de los Dolores incluso antes de tener ese nombre. Aún recuerdo la sorpresa de Fernando Ortiz, recetando jota tras jota al personal, al ver la plaza repleta de pintadas recordando el nombre del fallecido dictador. Como bien le explicaría algo más tarde el primero de nuestros alcaldes democráticos, el añorado Luis Erik Clavería, la cosa había tenido su guasa. Sin esperar a que el congreso decidiera normalizar plazas, calles y monumentalidades varias, el Consistorio del Real Sitio tuvo la idea de retraer el nombre de la plaza mayor del Barrio Bajo que, como la mayoría de las de este país, detentaba el nombre de Francisco Franco. Hecha la correspondiente consulta popular, la mayoría de los vecinos decidió otorgar el nombre de Plaza de los Dolores al espacio común de los habitantes de La Granja de San Ildefonso, en reconocimiento a la bella capilla de la Hermandad de la Virgen de los Dolores, construida seguramente por Sempronio Subissati hacia 1739 y reformada por Manuel del Valle en 1750.

Ahora bien, fue cambiarse la placa por la nueva y aparecer al día siguiente el nombre de Franco pintado por todas las fachadas de la citada plaza. Como no creo que hubiera una persona en este Paraíso menos proclive al amedrentamiento, el alcalde mantuvo el nombre de la plaza elegido por los paisanos y decidió mantener las pintadas, pues, como bien comentaba con frecuencia, “educa más la vergüenza que mil discursos”.

Sea como fuere, aquel concierto del maravilloso Mester de Juglaría fue uno más del amplio corolario de citas con que nos hemos ido encontrando a lo largo de los últimos cuarenta años, las más de las veces rondando el día de San Lorenzo e invitados por la Fábrica de Cristales de la Granja en sus muchas acepciones comerciales. Ya fuera Cristalería Española, Vicasa o Saint-Gobain, lo cierto fue que el Paraíso lo era aún más cada año en memoria del Santo asado.

Y, entre serranas y bandoleros, chicas segovianas y soldaditos, el tío Juanillo cayendo una y otra vez por el puente de Aranda sin conseguir romperse la crisma, yo me levantaba esos días de agosto pensando si, en esta ocasión, Llanos sería capaz de decirles que ya estaba más que harta de los “albericoques” y que, puestos a dar palique, mejor por lo jardines de palacio; que en aquella plaza había, sobre todas las cosas, nietos de segadores esperando a que se les remaneciera la Virgen San Salvadora, quien, al parecer, estaba la mar de contenta al fresco de la capilla que daba nombre a nuestra querida plaza mayor.

Quizás por ello, porque no salía la Virgen o porque los del Real Sitio no le entregábamos nuestra copa copín de la cantincopa, Fernando Ortiz cayó en la cuenta de que el reloj de la torre izquierda de la Capilla de los Dolores estaba pintado, fijo en las diez y diez. ¿O eran las dos menos diez? Poco importó, la verdad. Aquel instante, con la plaza a rebosar, cuajado el ambiente de dulzainas y tamboriles, guitarras y bandurrias, laúdes y demás instrumentos tradicionales, el que suscribe llegó a la conclusión de que aquellos tipos, engolados de tradición castellana, capaces de electrificar cualquier plaza de este ancho mundo, deberían permanecer congelados en el tiempo y, como el tío Juanillo, una y otra vez cantar la sangre de Castilla en un eterno vivir.

Les aseguro que, pudiendo elegir algo que fuera eterno en esta vida, este humilde Cronista no lo dudaría: que no se mueran nunca. Que Segovia viva siempre y el Nuevo Mester de Juglaría nunca calle.

Amén.

Fuente: http://www.eladelantado.com/

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