EL AZOTE DEL CÓLERA DURANTE EL AÑO 1854 PROVOCÓ UN ÉXODO SIN PRECENDENTES DE LA CIUDAD DE MURCIA: «QUE SE COMPREN A MÁLAGA 25.000 SANGUIJUELAS»

POR ANTONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA

El ‘Diario de Murcia’ insertaba de forma habitual anuncios sobre la venta de sanguijuelas.

En su época lo llamaron ‘la calamidad’. Y aunque hoy lo recodemos como el cólera quizá aquella denominación resulta más descriptiva. Eso sucedió en Murcia en diversas ocasiones, si bien una de ellas condensa todas las características propias de una tremenda epidemia. Sucedió en 1854.

Por aquel año era alcalde de la ciudad José Monassot, liberal y progresista comerciante acaudalado. Quizá entre las propuestas del primer edil que más se recuerdan fue su decisión de levantar el Teatro Romea en el huerto del convento de Santo Domingo, dando lugar a la conocida leyenda.

A mediados de agosto se producen las primeras muertes. La primera decisión del alcalde, que igual no fue muy aplaudida por los más acomodados del lugar, fue la recogida de 250.000 reales entre los contribuyentes, una donación impuesta «para el caso de que esta ciudad fuese invadida por el cólera-morbo». Sus destinatarios debían ser los pobres. Y advertía el primer edil: «Sin que pueda distraerse ni echarse mano de ella para cubrir otra obligación por sagrada que sea». Otra de las medidas acertadas del Consistorio fue establecer un jornal extraordinario de 50 reales al día para los médicos que se ocuparan de los enfermos.

La situación empeoró con el paso de los meses. Quienes podían escapar de la ciudad se asentaban en sus haciendas del campo y otros muchos intentaban huir a lugares donde no eran bien recibidos.

El obispo Mariano Barrio consideraba que la epidemia era «la espada vengadora de la Justicia Divina» que así purificaba «la multitud de nuestros pecados». E invitaba a los parroquianos a la oración y a la penitencia. Las muertes se multiplicaban a la par que las deserciones. De los 34 concejales del Ayuntamiento hasta 27 salieron a escape sin dar muchas explicaciones.

A ellos acompañó un gran número de funcionarios. Tantos, que fue necesario, con fecha 14 de octubre, emitir una orden que advirtiera de que todo empleado municipal que abandonara su empleo sin justificación perdería de inmediato la plaza y se ofrecería a otro menos miedoso o precavido.

Dos excepciones notables pronto resultaron evidentes. La primera fueron los párrocos de la ciudad, quienes no abandonaron a su grey. Y la segunda, el alcalde Monassot, quien denunció en un bando las deserciones y alabó a aquellos que habían acudido raudos al Consistorio para suplir las bajas.

Un descanso en invierno

La llegada del invierno frenó la epidemia. Pero fue cuestión de tiempo. Llegado el verano de 1855 reapareció. Y en esta ocasión llovía sobre mojado. Las familias acomodadas ya andaban lejos y los donativos para atender a los pobres escasearon. El Ayuntamiento no podía afrontar los gastos.

El ‘Liberal Murciano’ publicó una carta del alcalde dirigida a los murcianos ante «la epidemia del Cólera de que tan inmediatamente está amenazada». En ella volvía a apelar a los «filantrópicos, humanitarios y patrióticos sentimientos de todos aquellos cuyos haberes les permitan hacer algún sacrificio en obsequio de sus convecinos».

A renglón seguido, por cierto, el mismo alcalde recordaba en otro bando la incautación por parte del Estado de los bienes del clero, lo que anulaba el pago a la iglesia de cualquier alquiler. Aunque luego recurrieran a ella para que les solucionara los problemas de atención sanitaria.

Las recomendaciones, como las que publicó el doctor García de las Bayonas, pasaban por una cuidada limpieza personal y de las viviendas, la práctica de deportes que no fueran «violentos» y un sueño moderado. «La costumbre de acostarse a altas horas de la noche es nociva y útil el madrugar según las estaciones», refería.

Uno de los remedios más afamados, aunque no el más curioso, era el empleo de la menta silvestre. En opinión de muchos, frenaba la enfermedad, si bien nunca quedaron aclarados sus beneficios. Entretanto, la desesperación cundía y sus efectos no se hicieron de esperar.

El más escandaloso fue una función religiosa convocada desde la ermita del Pilar que devino en improvisada procesión. ‘El Liberal Murciano’ la describía en sus páginas como «una turba de chiquillos con santos de barro llevados en andas». A ellos se sumaron mujeres y más niños «barbados» que recorrieron las calles de la ciudad rezando el rosario.

Nada de particular tendría de no ser porque comenzaron a entonar «canciones que incitan a establecer odios y querellas entre los presentes y ausentes de la población». Al parecer, entre aquellas coplillas figuraban algunas tales como: «Todos los ricos se han ido y los pobres se han quedado. Madre nuestra del Carmelo, danos protección y amparo».

El alcalde Monassot decidió suspender y prohibir aquel tipo de procesiones que la prensa consideraba «profanas». Además, desde el Consistorio ordenaron la compra de 25.000 sanguijuelas a Málaga.

Una canongía que no llegó

A mediados de septiembre la situación mejoró. El día 13 anunció ‘El Liberal Murciano’ que «se fue el cólera de Murcia». En la nota se ensalzaba, entre otros eclesiásticos, a Luis Muñiz, quien el año anterior y por su actuación contra el cólera fue «propuesto para una canongía».

Pero concluía ‘El Liberal’ con fina ironía: «D. Luis Muñiz es todavía lo que era en la epidemia de fiebre amarilla, lo que en el cólera de 1834, lo que en 1854 y 1855».

El negocio de las sanguijuelas, por otra parte, no era desconocido en la ciudad. De hecho, podían adquirirse sin demasiadas complicaciones. En 1847, según reza un anuncio del ‘Diario de Murcia’ se ofrecían «sanguijuelas de superior calidad, por mayor y menor, a 40 reales el 100 y 6 reales docena».

Los interesados podían comprarlas en la llamada Posada de San Antonio. O también en la barbería de Diego Campillo, aunque un poco más caras: 55 reales el centenar. Unos años más tarde, en torno a 1857, el barbero José Montalvo ofrecería en su negocio «sanguijuelas africanas superiores, a 40 reales el ciento». Africanas o nacionales, poco podían hacer por aquellos pobres de solemnidad que murieron por no disfrutar de un lugar a donde escaparse.

Fuente: https://www.laverdad.es/

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