ANDANZAS Y MUDANZAS (2)

POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA) 

Prisco de Fortuna, como venían de castilla para esta zona en los estíos. Ello ha conformado una forma de vida desde el siglo XVIII a los años cuarenta del siglo XX.

Y es así que investigando en documentos arhivísticos  damos con relatos que proclaman la vida rural de zonas que identifican la mayoría de pedanías molinenses en un retablo rico de aldeas que forman parte de la vega y el campo, una vez que pasando El Romeral y los Valientes, se da con  La Hurona, El Rellano en atractivo paisaje que conforma un parque delicioso. Pues que caben encrucijadas a su vez que partiendo de Fortuna nos llevan a Pinoso en señalamiento de estancias de paradigmas ancestrales con montañas renegadas y austeras, ramblas y perturbaciones geológicas que nos inducen en deleitosos coloquios de melancolía, donde se sueña con azules y pardos, se deja caer la mirada en vaguadas y valles donde el sol mora a sus anchas. 

Pero en estos espacios, alfoces solitarios se enhebran sensaciones varias que aportan una riqueza espiritual  indudable y da soluciones a respuestas estéticas de gran calado. Se intuye  desde el paraje agrietado de El Romeral, donde cursamos estas vivencias, hasta las apartadas cañadas de pinoso todo un fenómeno de atractivos encuentros, no tanto por  sus esquemas de ostracismo y aniquilamiento; sobre todo expresan instantes de cadencias estéticas que dejan goces nunca esquivos en el alma.

Vale todo ello como la parada tímida ante las ruinas de  ermitas; la de San José aludida que se denominaba de Beltrán, anterior a la de la Consolación molinense y de las Mercedes en los Valientes. Sucede que en el momento actual la ermita de San José´ es una ruina, tan solo queda su portada marcada por dos cruces, de la que me dice Bernardino, dueño de la gasolinera que separa la carretera hacia Fortuna, es pasto de insectos y además se están llevando sus piedras, descuartizada su nave que sirve para otros menesteres. Es una lástima verla, como la vieja escuela para niños que había cerca ahora dedicada a perrera y donde tan solo se escucha el gruñir de los animales donde antaño el buen maestro que habitaba en la segunda planta del edificio escolar, dedicaba su vida a la enseñanza.

 Los del lugar, que son pocos, confirman el estado en que se encuentra el paraje, sus caminos diseminados, tanto, que testigo somos de las dificultades para llegar a la que fuera mansión del tío Jesús  de la “ Pipa”, como consta en documentos. 

Queda la casona derruida  con un solitario palomar y unos eucaliptos que la bordean que dejan un signo de amargura. Refleja un sentimiento de soledad, de dolor ante tal decorado.. Solo ruinas, tapiales amontonados entre piedras, columnas partidas y veletas quebradas. Nada nos indica que hace poco había vida. Esta morada era lugar de trabajo, donde la familia cantaba en horas festivas y se forjaban oficios de la vieja agricultura. Se solía tener la casa, el corral, la era y la caballeriza. Se solía vivir como en los tiempos antiguos y sembrar en los bancales, abrir barbechos, recoger la cosecha, vivir la Navidad y esperar que los aguilanderos fueran de casa en casa con sus guitarras paladeando villancicos acostumbrados. Había muchas familias que quedan en la crónica del lugar con diversos nombres; la de José Palazón , de los Segura, del Tío Roco, del tío Rojo Ignacio, finca de los Barrancos, y un sinfín de familias que daban prestancia al lugar,  encuentro de labriegos y pastores que se juntaban en cuitas de tratos cuando volvían del Coto Cuadros.

 Un hermoso paisaje se observaba por estos pagos de familias unidas por la fe y el trabajo diario, con aperos de labranza y medios adecuados para el oficio del agricultor. Se bebía en la fuente y  bajaba a la rambla para consumir horas de bonanza, se recogía la lluvia en botijos y  alardeaba de cumplir las obligaciones religiosas en la ermita de San josé. Era vida  en  franca compañía y se ajustaban tratos comerciales en los Valientes, arrimando el ascua a la sardina de cada uno, finalmente se celebraba el alboroque con las manos sudadas del oficio trajinero.

  Se  estaba  bien  allí  oyendo la campana y sintiendo la hora de la pitanza mientras los niños quedaban en la escuela primaria. Se conocía a los Maestros, ya por fin consolidados con sus soldadas de  miseria, y el cura acudía a las bodas y entierros, tan vilipendiados y de espartana vida, que emulaban a aquellos maestros itinerantes.

 Buscamos el paisaje desatado, sin límite alguno, desgajados los caminos hacia el Coto, sin parcelas de verdes amarillos. Tan solo el canto de la chicharra sirve de decorado en un foro de de corifeos ultramundanos. Allí, en un ángulo del, camino se observa  el derrumbe de la vieja morada, el palomar sucumbido y el cañar sosteniendo el muro de una tapia. Solo se queda uno entre los fantasmas del desierto, y entonces se abre la posibilidad de dejar las cosas como están. Ya no hay forma de reparar nada. Se quebró la vida rural con la civilización urbana de los años consentidos ante la potencia de la industria molinense que hace que los hombres de la gleba se marchen  al pueblo. Ya no hay manos para reventarse en el trabajo de sol a sol, ni críos para ir al colegio. La ermita se ve rota y el colegio se ha convertido en una perrera. 

 Nos había dicho Bernardino, el dueño de la gasolinera, que este  paraje era un collado de negrura, que queda como eco de un pasado glorioso. Desde luego en nuestro viaje damos de bruces con las urbanizaciones que dan nombre a lugares de aquella Arcadia donde se cantaba al ganado y se sorteaban lunas en las cañadas. Ya solo quedan los topónimos de la Cañada de la Virgen y la Fuente de Setenil, como se puede asistir a las Salinas a mitad de camino hacia Molina.

 Y entre unas cosas y otras vamos retomando el hilo del pasado, presintiendo que  la zona donde estamos envueltas en urbanizaciones, conformaba un paraje de lustre pastoril con moradas y cañadas de Murcia hasta estos pagos que conjugan con barrancadas y ramblas, las de Cantalar que baja de a la sierra de Fortuna hacia Santomera  reposando en la Rambla Salá, que es un nicho de aves y plantas.

DONDE EL SOL HABITA.

Seguimos cursando cuitas en estas amanecidas agosteñas con el fin de recoger emociones cercanas a esta tierra de encrucijadas  que no sabes hacia  donde conducen. Lindando con El Romeral se presienten zonas homólogas con sus alifafes de haraposos estremecimientos que dejan constreñida el alma,  solo que existe belleza en estos focos de luz imprevisible, en sus casones de silencio, en las montañas metálicas de color pardo que los acompañan. Cabe refocilarse en los surcos que llevan a una cantera con el color blanquecino de su material, como soportar, desde una sombra de higuera flácida, el contorno de paramos por el camino asfaltado que va a Yecla. Largo camino que exige paciencia y ánimo, aunque bien cabe pararse en algún restaurante, añosa bodega de carreteros, donde reposar el alma. Paisajes de alma que cuelgan en el corazón de quienes caminamos, como viejos peregrinos por estos alfoces desvaídos donde otea el leve verdor del huerto, o se arrima a la mirada  la rambla contagiada de soledad. Pero en todo caso merece la pena seguir hacia las lejanías de montes y valles que se expanden pasando Balonga, donde se inicia un espacio  de nuevo rostro.

  Es una forma de asimilar el brote de luz escanciada en el meloso y anciano caserío antes de iniciar el camino hacia una cantera donde el camión se apodera del terreno. Es fácil rozar la agria soltura del ruido de ese trabajo de cantería que puebla esta tierra. Como es seguro continuar por sendas de polvo en otras rutas hacia las láminas pardas y ocrosas de vecindades como Barinas, Macisvenda, o acaso  retornar a los prados de la Sierra de Quibas  tan recia como engullida en la solana de su ubre generosa. Y puede que sorprenda la enjundia de una cultura apretada entre sus cuevas mágicas.

 Sin duda que entre trocha y trocha  este peregrino de aventuras inéditas, con el bloc como adarga y soportando la herida de una calima estival, sigue en trance de experimentar emociones ante un paisaje recio, a veces emboscado en vaguadas insólitas que son sueños de azules `prolongados en lejanías supremas que hacen pensar en aquellos pastores que se encaramaban por sus recintos entre cañadas desusadas, descansaban en majadas irredentas y pasaban noches sobre un cielo de estrellas inmensas. Y  así  se va dando  con  casas apartadas que merodean por el entorno, tan escondidas como las familias que las habitaban fuera del mundanal ruido. Tan quedamente estaban en su universo de vida  solo esperando la mañana y el caer del sol para soñar con nuevos días en la paz de sus hijos y la excelente cosecha recogida.

Nos refocila gratamente dar con estas casas rotas elevadas sobre una loma, pegadas a la sierra  donde queda el camino que avanza a sus destrozos. Suelen tener cerca el corral y la chumbera de tanto consuelo. Se las nota ausentes, con   sus puertas abiertas recitando romances de un pasado de corazones felices.  Entre tanto, el camino se viste de hierbas que la natura desparrama junto al espliego, lo que deja un color amarillento que contrasta con el blanco de la tierra. Al fondo del camino sin nombre  aparecen unos árboles que acogen a los pájaros de las mañanas y rozan las alas de las águilas que llegan de la sierra.

 Apenas quedan en las casas, quebradas por el olvido, sus tejas arabescas, la chimenea  panzuda arqueada por los vientos y lluvias. Lo más está desterrado en los escombros en compañía de los insectos que la noche acerca a sus páginas de un ayer en el que habitaron familias y el labrador daba de comer a sus hijos, quienes tuvieron que emigrar con los albores de la civilización urbana.

 Se perdió el sentido de rusticidad de los caseríos arracimados por estos pagos con sabor a vendimia y  pajar, a horno de pan cocer, y se vivía con la esperanza de seguir dando gracias al cielo, sin envidiar ni ser envidiado, que estas cosas ya nos lo dice Cervantes y el mismo autor de El criticón, que es declamar la gracia de vivir según la propia naturaleza abandonando el hombre todo lo que restringe su libertad, sus pasiones, tan solo apurando su trabajo en la necesidad natural de vivir con honor y altruismo. Que en verdad, decían los clásicos, que es más feliz el villano en su rincón que el rico en su necedad. 

No es de otro modo que al perderse  el sentido de rusticidad, de actividad del hombre en su morada sin cercas, tan solo recogiendo la labor de su trabajo; se da identidad a una manera de ser. Como lo era la cultura agrícola de otra edad pasada donde tan solo se buscaba la paz del alma y se amaba a la familia creando un rito de cultura enlazada a la naturaleza que conformó un modo de vida del campesino.

 Lo notamos  en estos caminos de sirga, de trashumancia añorada, en los campos maltratados, en las ruinas de sus caseríos que dejan un legado de tristeza, que es el que tratamos de extraer desde la contemplación de sus harapos. Y es que se nos puede criticar por el afán de secundar estos parajes de pedregales y de tierras de ban lands, pues tan solo nos mueve el goce que el paisaje añoso y desfasado presenta, como diciéndonos que no todo fue de tal signo, que muchos años atrás había vida en su cabida, y casas alegres, con juventud ilusionada por su trabajo, sabía de arado y de vendimia, se refocilaba en las fiestas de aldeanos y en los bailes de sus plazas. Una vida austera pero limpia.

 Nos sugiere  el paisaje que las casas rotas y caducas que el viento destripa cada día no estaban de tal forma, pues que en su interior se habitaba, era el hogar donde se juntaban los padres y los descendientes, creaban un habitad y una forma de existir en unión con la naturaleza. 

Cuando nos acercamos a las villas que moldean estos égidos nos ilustra el hecho de asistir a su pasado que nos habla que nació  en su espacio una población con sus fueros, que formaban parte de un concejo que concedió heredamientos a sus vecinos, que allí hubo señores y campesinos que trabajaban la tierra creando una sociedad. Nos asombran cada uno de estos nombres que se perpetúan junto a sus vías pecuarias. Acaso es suficiente para que respetemos cada cadencia que se siente a su llegada cuando rozamos cada una de estas aldeas  y vemos al vecino con su atuendo dirigirse a su morada,  se otea al viejo del lugar con su cayado caminar quedamente por un jardín, o se escucha la campana de su iglesia, lo que nos indica que hay vida en su interior.

VILLAS AMABLES.

 Y vaya si  hay en estas villas  que bordean el Zurca y se juntan con alfoces cabe la provincia de Alicante variada tonalidad de   centros comerciales de envergadura y se disfruta de la televisión, como manera de acercarse al mundo. Otra cosa es cuando damos con  viejas aldeas, esas zonas apartadas donde habitaba el campesino, el agricultor y pastor acostumbrados  a sudar cada día moldeando los surcos de sus bancales, arando con los viejos instrumentos o velando por la cosecha, tierras buenas en vides y almendros, en higuerales y almazaras de la Cañada del trigo, rica en cereal.

. Tanto que  en este andurrial se portaba el trigo a núcleos urbanos en fastuosas peregrinaciones acostumbradas. Y se brindaba en época de festejos en honor de San Roque, la Virgen del Carmen y la Asunción gestándose un mundo atractivo y optimista. De ahí la potencia de las Cañadas en estos pagos sosegados donde hoy son espacios de citas evocadoras. Y aún en esa decrepitud de pueblo, heredad sin roturar, horno caduco, sin bonanza de pan y Navidad, todavía se intuye el aliento de lo que esos predios eran, aún queda un muestrario de cosas, utensilios en detritus advertido que nos indican que allí estuvo el labrador, se servía de ellos para moldear el terreno, espolvorear la paja, pisar el vino en liturgia de bodega hacendosa. Eran horas sin pausa que relataban una vida fértil de trabajo y sudor.

 Allí, sin embargo estaba afán por desenvolverse con la naturaleza, recreando en cada momento su satisfacción personal por el resultado de su actividad, y los campos se movían, prestaban escenas tradicionales, aquel abrir barbechos con los bueyes, usar la vertedera y regar en tiempos necesarios sin dañar al vecino. Había toda  una sintonía con los ciclos climáticos y se cumplían las ordenanzas del buen labrador. Se moraba en la casa sencilla, construida con el material del lugar a la  vieja usanza del buen alarife. Estaba el corral para las ovejas, el palomar y el alto cubículo para refugio de los aperos. No se apartaba la vivienda de la cercana montaña, de la loma sagrada de los ocios buscados ni de los árboles plantados, almendros y vides, higuerales y chumberas. Y en los veranos se cogía la fruta dulce de sus ramales, entre las hojas anchas que custodiaban las brevas y los higos, miel absoluta que se paladea en la garganta dejándonos sabores inenarrables a campo y viento de los amaneceres. Sabían a fiestas del estío y vino puro de bodegas impolutas. Y se abría el corazón del hombre consagrado al hogar.

La breva cuyo sabor nos lleva al auténtico campo gozado en la juventud, al calor de las mañanas donde la solada dejaba sombras a los pies de los árboles, higueras barrocas donde se encontraba el fruto de miel apetecida que se pelaba con los dedos y paladeaba su carne de ángeles dejándonos un gusto que, con el paso del tiempo, de nuevo sentimos cuando al pasar por estas zonas y otear la imagen del sabroso árbol abandonado, nos volvemos tan jóvenes como lo éramos aquellos años en que alguien nos invitaba a coger la fruta en sus heredades.

 ¡Oh, deliciosos momentos que solo se mantienen en el recuerdo!. Entonces el campo era un medio para disfrutar, compartir trabajos y jugar junto a la era con su amarilla mies recogida. Aquellas vivencias nos hacen recuperar el amor por aquel paisaje de los campos vividos en la llanura de Cartagena cerca de los molinos de viento, en los campos de Fortuna en la pedanía de Caprés donde el paisaje se puebla de higuerales, remanso de un terraje erosionado por los siglos. 

Que el otro fruto tan arraigado es el  de la clásica chumbera, signo auténtico del  paisaje, como las piteras azules que aparecen junto a los caminos dejando hitos de un viejo acontecer sin el destierro del progreso. Nimios detalles que dan sentido a estos espacios desérticos que dejan, en lugares oleajes de dunas donde se asienta un silencio eternal. Pero en esos cubículos metafísicos, con repelencia a abismarse en su interior, se condensa un colorido de geología depurada por el hollín de las horas. Sus vestiduras ígneas aturden a la mirada aunque dejan fragmentos de una plástica  altisonante. Son formas acartonadas que se envician entre sus pliegues fidiacos cargando tintas emborronadas de ocres parturientos en sus lienzos caducos que, no obstante se hermosean con los rayos del sol. 

 Por estos lares apretados y espartanos, se conjugan efectos de singular factura paisista que habría de parcelar como única en el tinglado de lo cartográfico y estético. Acaso falta una teoría  que agudice estos rasgos como la literatura noventayosista perfiló el concepto de la estepa castellana procreando metáforas en torno a las tierras de Alvargonzález, un territorio para la mirada de Azorín y Unamuno , sostenida en franca sutileza en los soberbios versos de A. Machado. Aunque ya en  el autor de Confesiones de un pequeño filósofo se intuye la rotundidad secular del paisaje que comentamos desde Monovar a Pinoso en relamidas trochas por sus aldeas colindantes con la zona oriholana, todavía por descubrirse.

CONTINUARÁ…

FUENTE: EL CRONISTA

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