DENTRO DE CIEN AÑOS…

POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA

Clínica médico-quirúrgica de 'Los Santos Médicos'.

Clínica médico-quirúrgica de ‘Los Santos Médicos’.

Es posible que hace un siglo, cuando el inventor del ‘Líquido Riquelme’ que lo vendía al precio de siete pesetas, o sea 0,042 euros de hoy, al anunciar en la prensa local oriolana su remedio infalible contra la calvicie, no dudara en proclamar en letras de molde el que «hay calvos porque quieren serlo». Esto que se decía hace una centuria, en 1915, es seguro que el verdadero sentido del refrán, «dentro de cien años, todos calvo», no era tenido en cuenta por citado inventor, ya que la calvicie a la que se refiere, no tiene nada que ver con la voluntariedad, sino con la fatalidad nos afecta a todos, ya que transcurrido ese lapso de veinticinco lustros estaremos criando malvas, y nuestra noble cabeza quedará reducida a una calavera, lo cual se puede interpretar que habremos quedado libres de las miserias humanas. Mucho más libres, por supuesto, que la traducción del título de una película francesa de 1977 dirigida e interpretada por Yves Robert, en la que cuatro amigos cuarentones viven sus peripecias amorosas y que su título original es ‘Nous irons tous au paradis’.

Sea como fuere, aquél anuncio primero nos induce a dar una vuelta por los puentes a través de los publicados en la prensa de entonces, en momentos en que nuestros abuelos veían lejana a esa calvicie por la que todos, sin distinción, nos veremos sometidos, salvo la decisión personal o de nuestros deudos de hacernos pasar por el horno crematorio. De todas formas, soterrados o incinerados, sí nos libraremos al cabo de ese tiempo de las penurias de la vida.

Pero, vayamos al mes de julio de la Orihuela de 1915, en la que si deseábamos hacernos una foto podíamos recurrir al Belda, que tenía su estudio en la calle Loazes, frente al Casino Orcelitano y que por realizarte tres postales te regalaba doce retratos, o bien hasta las diez de la noche podías optar por una fotografía eléctrica costando doce céntimos, por supuesto de peseta, por doce retratos. Es posible, que tuvieras necesidad de adquirir una noria metálica o de madera, o de comprar canarios flautas del país o mixtos que vendía Francisco Vinal, conserje del Círculo Jaimista. De igual manera, podría ocurrir que, por la mala cabeza, fuera preciso echar mano de un tratamiento de la aplicación 606 sin dolor. Que no era otra cosa que un medio de curación de la sífilis, que se ofrecía en la clínica médico-quirúrgica de ‘Los Santos Médicos’, Ángel García Rogel y Eusebio Escolano Gonzalvo. Por otro lado, a veces encontramos anuncios de amas de cría, como el de Carmen Maciá que amamantaba en casa de los padres y ofrecía buenos informes.

Los establecimientos de tejidos y novedades proliferaban, encontrando algunos ejemplos como los de El Globo, de Manuel Martínez Simó; El Nuevo Jardín de Ángel Onteniente en el Paseo de Sagasta que ofrecía las ultimas variedades de cintas, puntillas y bordados, así como el plisado de vestidos de señoras y niños; Emilio Salar, con su establecimiento La Puerta del Sol, en el mismo paseo; la gran pañería de Eleuterio García, en la calle Mayor, con un gran surtido de géneros blancos y negros, estambres y cheviots; El Capricho de Ángel Belda Martínez en la Plaza de la Soledad; la mercería de Ricardo Ferrer López en Alfonso XIII; El Águila de Vicente Galiana García, en la calle Mayor, que mantenía el precio fijo para sus productos.

La oferta de servicios dentro de la alimentación la localizamos en la chocolatería de Vicente Giménez que los elaboraba ‘a brazo’, el cual tenía su fábrica en la calle Príncipe de Vergara, tradicionalmente Vallet, y en la actualidad Ballesteros Villanueva. En esta misma calle estaba ubicada la panadería y pastelería de Juan Fenoll.

Dentro del ambiente artístico, el pintor y dibujante José María Rebollo en la Plaza de la Merced ofertaba sus servicios a brocha de «pintura artística, decorados y pintura industrial». Por el contrario, en la calle del Colegio tenía su taller el tallista valenciano José Guinart, que realizaba sus trabajos en madera, mármol, alabastro y materiales hidráulicos. Éste era constructor de panteones, imágenes, lápidas y bustos, así como todo lo necesario para cementerios, y se dedicaba también a la construcción de muebles, capillas, tronos, retablos y púlpitos.

Pero, en aquellos momentos, si se deseaba adquirir lámparas de filamento metálico Metal-T, a 1,50 pesetas, desde 5 a 50 bujías, había que acudir al «Gran depósito de material eléctrico» que estaba en la calle san Agustín. De igual forma, para la construcción y reparación de aparatos eléctricos médicos, estaba el taller de I. Tormo. En dicha calle de San Agustín se hallaba la tienda de muebles de Carmelo Subiela que disponía de un gran surtido de persianas y sillones de mimbre, y si era preciso reparar asientos de rejilla se podía conseguir en la Plaza de la Verdura, 6.

La oferta de comercios era mucha, pero algo menos las industrias. De los primeros era famosa la joyería de Valentín Martínez Martínez, cuyo establecimiento ubicado en la calle de la Feria y Plaza del Salvador estaba «montado al nivel de los de otras importantes poblaciones de España».

Por último, si algún paisano comenzaba ese camino hacia los cien años, en el que todos quedaremos calvos, y había que dar a conocer su último viaje a los amigos, teníamos la solución de imprimir las esquelas y recordatorios en los Talleres Tipográficos de Vda. e Hijos de L. Zerón, que trabajaban con «arte, gusto, elegancia, prontitud, esmero y economía en todos los trabajos».

Fuente: http://www.laverdad.es/

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