MIEDO AL PELUQUERO

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

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Cuando agonizaba la pasada Semana Santa me enteré por la prensa de que Antonio, español y peluquero de Sabadell, era el cabecilla de un grupo terrorista que, al servicio del Estado Islámico, preparaba atentados inminentes. Una de sus hazañas consistiría en degollar a la trabajadora de un Banco. Este tipo se había casado con una marroquí radical, que lo manipulaba a su gusto. O sea, que el peluquero era un calzonazos. La noticia apuntaba también a cierta connivencia entre la fundación Nous Catalans y el Islam violento. Y que Cataluña es el lugar de España con más mezquitas simpatizantes del yihadismo. Ante lo cual cabe pensar que allí hay que dormir con un ojo abierto si no quieres perder la cabeza, parte del cuerpo con la que se ganaba la vida el peluquero.

Lo que está pasando con esta amenaza terrorista viene de lejos. Lo malo es que las víctimas, que somos todos, andamos mareando la perdiz mientras proliferan como las setas estos “peluqueros” asesinos. Porque cualquiera se va a hora a una peluquería catalana y deja que un desconocido se le acerque con una navaja de afeitar, o unas tijeras. Imagino que el gremio de peluqueros debe estar que trina, porque la noticia mancha una profesión de larga historia, que es un arte, y que ha hecho de la peluquería un lugar ideal para encontrar un rato de paz. Y para recuperar la autoestima: nada más gratificante hay que salir de la peluquería monísima, cuando entrabas hecha unos zorros.

Precisamente uno de los recuerdos de la infancia más gratos va unido a la peluquería que había frente a mi casa. La peluquera se llamaba Anita. Era como de la familia. Tenía un marido bondadoso, y una única hija, del mismo nombre, algo mayor que yo, con la que jugué muchas veces. La peluquería ocupaba los bajos de la casa. Allí habían instalado una máquina de tricotar, que contribuía a traer a casa un poco de desahogo económico. Esta familia es un ejemplo de la laboriosidad de aquellos tiempos, y del ingenio para sobrevivir en los pueblos de La Alpujarra. Yo acompañaba a mi madre cuando iba a la peluquería a hacerse la permanente. Las mujeres casadas de mi pueblo iban con permanente. Y ganaban bastantes kilos al casarse. Si una casada no engordaba, parecía sospechoso. Acaso el marido no le daba buena vida. A la mayoría de los hombres les gustaba lucir del brazo una mujer entrada en kilos, y con permanente. Aunque hacerse la permanente era un suplicio, porque les echaban unos líquidos que quemaban el pelo, y olían fatal, a piel de la cabeza chamuscada. Pero no recuerdo que nadie pusiera una reclamación. Ir a la peluquería era divertido. Allí las mujeres, sin presencia masculina, hablaban de sus cosas entre risas, y alguna lágrima. Y si un niño se colaba en sus conversaciones de mayores, aprendía de la vida más de lo que le enseñaban en la escuela, o en las enciclopedias. Yo me colé mucho en la peluquería de Anita, que nunca se quejaba de las visitas, ni era arisca con los niños. Luego se marcharon a Granada, buscando una vida mejor. Y yo a un internado, para el bachillerato. Entré con largas trenzas. Salí con melena, hecha una mujer. Desde entonces he pisado muchas peluquerías, pero ninguna como la de Anita. Sí. Creo que hay que reivindicar al placer de dejar que te acaricie la cabeza estos artistas, los peluqueros. Y que hay que sacar de aquí a todos los que practican la violencia. Hoy dedico esta carta a mi vecina Anita, la peluquera. A todas las mujeres que lucharon por su independencia económica en tiempos difíciles. Y a todos los peluqueros del mundo, ciudadanos pacíficos, que no piensan en cortar cabezas mientras trabajan. Y a todos los que plantan cara a la violencia, la que sea. Mi papelera también.

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