LAS GOTERAS DE LA IGLESIA DE ULEA ENTRE LOS SIGLOS XVII, al XX

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

Parroquia_Ulea

Ya en el año 1724, Juan Pay Pérez, se vio obligado a suprimir los actos litúrgicos en el interior de la iglesia, debido a que las paredes laterales estaban húmedas y tenían las inclemencias del tiempo y el paso de los años. Sin embargo, sus paredes estaban conformadas por la amalgama de yeso, piedras y barro, cuando la historia nos afirma de forma categórica qué, el ladrillo y la teja se fabricaban a nivel industrial.

La iglesia de nuestro pueblo, construida entre los años 1502 y 1507, sobre los cimientos de una mezquita y de un almacén; tenía pilares sólidos para aguantar el peligro de perder la verticalidad. La techumbre; que no era de teja vista, goteaba hacia el interior del recinto sagrado y, las maderas traídas de Murcia eran de mala calidad y, con el paso de los años, se pudrían y acababan siendo leña para el fuego. Las humedades cada vez más extensas, amenazaban con la ruina de la iglesia y, como consecuencia, tanto los clérigos como los feligreses, temían que pudiera producirse un siniestro de incalculables consecuencias.

Ni el consistorio ni la parroquia tenían fondos para reparar las averías que se iban produciendo y se tenían que hacer llamadas a los feligreses con el fin de recabar fondos económicos. Cuando la avería era de mayor calado se recurría al obispado de Cartagena-Murcia, que corría con los gastos mayores, mientras que los sacerdotes uleanos rogaban tanto a las autoridades como al Altísimo para que no ocurriera una desgracia.

Los curas Fabriqueros de la iglesia de San Bartolomé, al estar encargados de la economía y el mantenimiento de dicho lugar sagrado, al comprobar que desde el Obispado nada más que recibían consejos y reprimendas, salieron en rogativa en unión de los miembros de la corporación municipal y una ingente masa de fieles.

La finalidad: recaudar fondos para parchear las continuas goteras de la Iglesia, sobre todo las que se ocasionaban en la pared norte y noroeste, en donde se ubicaban las capillas y la sacristía. ¿Cuál era el motivo? Ambas formaban parte de una cueva horadada en la ladera de la montaña.

Como consecuencia del descontento de la feligresía el señor obispo envió una comisión con el fin de inspeccionar los soportes y paredes laterales de la citada iglesia. Nada mas escarbar un poco, Bolarín el arquitecto del Obispado, se echó las manos a la cabeza al comprobar que las paredes eran de tierra y estaban reventadas y con grave riesgo de desplome.

El citado arquitecto y sus técnicos, se reunieron con las autoridades y llegaron a la conclusión de que el peligro era real por lo que aconsejaron qué, en los días lluviosos, no entraran los fieles al recinto; ni siquiera a oír misa; ya que los arcos estaban reventados y las maderas del tejado y ventanas: podridas. El mismo arquitecto anunció la ruina que se avecinaba y, en dicho momento, el señor cura y los feligreses, salieron de la iglesia atemorizados como alma que se lleva el diablo.

Todas las restauraciones tenían una peculiaridad: se respetaba la estructura preexistente. De tal manera qué el núcleo importante de la iglesia: su techumbre, apenas se tocaba. Solamente se restañaban las goteras. De ahí que el artesonado de estilo mudéjar haya llegado casi íntegro hasta nuestros días. Digo casi, porque a mediados del siglo XX, concretamente en el año 1947, siendo cura párroco José Muñoz Martínez, tras unas copiosas lluvias, las continuas goteras dieron con el primer contrafuerte en el suelo. Afortunadamente era de madrugada y la iglesia estaba vacía. Durante casi dos años ese espacio estuvo a la intemperie y, cuando llovía, lo hacía a cielo abierto.

Se retiró todo el cascote caído, sin reparar en el contenido del mismo. Nadie entendía la trascendencia de la historia que encerraban aquellos escombros. Se retiraron y, a los dos años, la techumbre de dicho contrafuerte quedó restituida y los feligreses con grandes salvas de agradecimiento reanudaron sus oficios religiosos en el recinto sagrado.

Fue 52 años después cuando el Obispado de Cartagena concedió una nueva restauración de la iglesia de San Bartolomé tras la solicitud del cura párroco Cristóbal Sevilla Jiménez, porque entre otras pegas seguía habiendo goteras.

La sorpresa fue mayúscula ya que don Cristóbal, gran estudioso de las Culturas Antiguas, observó que al descubrir el segundo y tercer contrafuerte existía un artesonado de estilo mudéjar. Dicho hallazgo se puso en conocimiento de las autoridades competentes y se comprobó su autenticidad.

D. Cristóbal y los arquitectos siguieron con atención las obras de restauración que acabaron en el año 2005. Se protegió sobremanera el artesonado encontrado y quedó a la vista de cuantos quisieran contemplarlo. Allí, en la iglesia de San Bartolomé, luce con todo su esplendor. Eso sí, protegido de posibles goteras.

Todos los curas, desde principios del siglo XVIII, dedicaron gran atención a la conservación del templo, mereciendo mención especial los Fabriqueros Juan Pay Pérez, en el año 1723; Carlos Clemencín Viñas (párroco de Ulea desde 1796 a 1812); José López Yepes (cura asignado desde 1835 hasta 1859); Jesualdo María Miñano López (cura encargado entre 1875 y 1876); José María Zagalé Fernández (cura párroco desde 18-7-1919 hasta 5-9- 1935); José Muñoz Martínez (desde 1941 a 1949) y, sobre todos Cristóbal Sevilla Jiménez (desde el año 1998 hasta 2010). Ninguno regateó esfuerzos para conseguir que nuestra iglesia quedara libre de goteras, pero, desde tan feliz hallazgo, mostrando el imponente artesonado de estilo mudéjar.

Justo es consignarlo ya que, tanto el Obispado de Cartagena como el clero uleano contaron y siguen contando con la inestimable ayuda de las distintas corporaciones municipales.

Durante todo este tramo de la historia, varios obispos giraron visita a la iglesia, a instancias de los párrocos de nuestro pueblo. De ellos se tiene constancia de Gonzalo Arias Gallego, Obispo de Cartagena desde 1565 hasta 1575, que visitó la iglesia poco antes de marcharse al Concilio de Trento. También es de resaltar que, Juan de Zúñiga, que fue Obispo de Cartagena- Murcia, desde 1600 a 1602, en varias ocasiones visitó el templo. Había otra versión sobre las visitas del prelado; eran qué, además de ser Obispo de Cartagena ostentaba el título de Inquisidor General.

Así llegamos hasta el nombramiento de Luís Antonio de Belluga y Moncada (Obispo de Cartagena-Murcia desde 1705 hasta 1724, por ser nombrado Cardenal y tenerse que marchar a Roma). Pues bien, antes de marchar a Roma, en el año 1723 giró visita a nuestro párroco Juan Pay Pérez, dejándole un Código de buenas costumbres, con el fin de que lo cumplieran los feligreses.

Con posterioridad, otros obispos se implicaron en la dinámica de la conservación de las iglesias del Valle de Ricote. De ellos se tiene constancia de: Tomás José Ruiz Montes (1724 a 1741); Diego de Rojas y Contreras (1753 a 1772), bautizado con el nombre de el arquitecto ya qué, además de revisar el estado de todas las iglesias de su diócesis, fue quien mandó construir el Palacio episcopal.

Ya avanzado el siglo XIX, D. Francisco Landeira Sevilla (1861 a 1884), antes de participar en el Concilio Vaticano I, giró visita al párroco de Ulea, con el fin de comprobar el estado de las obras de la iglesia. Ya, en el siglo XX, tenemos al Obispo. Miguel de los Santos y Díaz de Gomara, que tuvo que apechugar con el desplome de la techumbre del primer contrafuerte (años 1947—1949) y Miguel de Sanahuja y Marcé (1950 a 1969), que delegó en sus funciones por asistencia al Concilio Vaticano II. De ahí, hasta la fecha, absolutamente todos han velado para que a la iglesia de no le salgan goteras.

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