CUANDO MADURAN LOS MEMBRILLOS…

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

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Cuando maduran los membrillos san Miguel y san Lucas cierran el chiringuito de las ferias de Jaén y dicen que ya toca tomarse la vida en serio. Entonces, cuando maduran los membrillos, los días se hacen rojo anaranjados, o violetas. De esos colores se vuelve el frutero de la cocina, sembrado de caquis, acerolas, avellanas, níspolas, almecinas, higos y granadas. Entonces el aire huele a humo, a castañas asadas, a mosto fermentado; a olla de san Antón. Y al alma nos llega el olor a la infancia, y se hace más fuerte el recuerdo de los que quisimos y no están. Y nos ponemos tristes.

Sí, cuando maduran los membrillos los chavales van la fin a la escuela, y los mayores respiran hondo, porque llega doña rutina, que es algo así como un viejo sillón, feo por fuera, pero cómodo por dentro. Y allí, sentados en el sillón de la rutina, ése que lleva marcada la forma del cuerpo de cada cual, y que pesa lo que pesan los años de cada uno, nos vienen de visita cada otoño doña melancolía y doña nostalgia, para que las invitemos a tomar el primer café de la mañana. Son dos damas ajadas, siamesas, de ojeras profundas, y que huelen a permanente de peluquería de pueblo; a colonia a granel, y un poco a anís. Son dos mujeres tristes, a las que no conviene abrir mucho la puerta, porque sin que te des cuenta se adueñan de la casa y tejen telas de araña por cada rincón. Telas de araña que parecen de seda en la primera visita, pero que pronto rozan como el esparto; que nos paraliza y nos hieren. Doña melancolía y doña nostalgia son peligrosas, porque nos invitan a taparnos antes de tiempo con la manta del invierno, y a permanecer paralizados en el viejo sillón de doña rutina. Porque nos aseguran que fuera, en la vida de cada día, hace mucho frío. Son monótonas en su discurso, aunque nos engaña el tono suave de la voz. Y así nos envuelven. Y un día tras otro insisten en que lo mejor de la vida ya se ha ido, y nos inducen a que nos instalemos en el pasado; en el recuerdo de otros días amarillos en los que fuimos felices; más que ahora, dicen ellas. Y estamos tentados a creerlas, sin pensar que la felicidad es como el humo de la chimenea, que se escapa sin poder abrazarlo. Que ni se mide ni se pesa. Que no se compara. Que no viene a nosotros. Porque la felicidad hay que buscarla, sobre todo en esos días grises, cuando maduran los membrillos, que es cuando más duele el alma. Cuando acaba el verano de la vida.

Este año, cuando maduran los membrillos, hemos ido a visitar a un amigo que tiene casa cerca del río Fardes. Una casa de puertas abiertas, con una madre que riega las macetas; con una familia que sabe abrazar. Allí, un anochecer de otoño un grupo de amigos vimos a los álamos desnudarse de su traje amarillo, a la luz de la luna. Allí hablamos de lo humano y lo divino, y recordamos a los padres que nos dieron la vida y que se mudaron a la otra orilla. Y comprendimos que nos la dieron para ser felices. Y supimos que la amistad no se improvisa. Allí, a la hora de la despedida, los que no queremos que nos atrape el viejo sillón de la rutina, ni ser tutelados por la nostalgia y la melancolía, estrechamos las manos de los amigos. Y notamos que eran manos que aprietan. Manos de las que se puede uno fiar. Allí, frente una vereda cerrada de álamos, hicimos propósito de mirar al horizonte y seguir caminando, para que la felicidad que aún nos quede por vivir no sea solo humo y soledad. Y allí nuestro amigo Paco, al despedirnos, nos regaló unos membrillos de su huerto. Y hoy, cuando doña nostalgia y doña melancolía llamaron a la puerta, noté que me gustaba más el aroma de esos membrillos del río Fardes que la colonia barata de estas dos brujas; porque un abismo va de la tristeza a esperanza. Y he dado portazo a estas dos visitas molestas, y no he dejado que entren de nuevo para tejer en mi casa su tela de araña del otoño, cuando maduran los membrillos. Y me he preguntado si, cuando maduran los membrillos, nos duele más el alma porque no tenemos membrillos en la mesa de la cocina. O porque necesitamos a los amigos. Y mi papelera me ha dicho que por las dos cosas. Y la he creído.

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