LA JAULA DE LAS FIERAS

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

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Hace seis años que abandoné las aulas. Solicité la jubilación anticipada porque no podía aguantar más una profesión que elegí vocacionalmente: la docencia. Es que por entonces ya se enseñaba poco. Nos habían convertido en educadores y vigilantes de adolescentes mal criados. Ése no era el oficio para el que había estudiado toda mi vida. Fue tan traumática para mí la última etapa de mi vida profesional que sigo teniendo pesadillas. Esta noche tuve una, recordando la noticia de un periódico. Cuentan que un adolescente se llevo un cuchillo de la cocina al centro y la emprendió a cuchillazos. Locos hay por todos lados, pero el muchacho no tiene pinta de eso. De él dicen que es buen estudiante y correcto compañero, que respeta a los profesores. O sea, un bicho raro. También afirman que ha padecido acoso durante mucho tiempo por parte de alumnos “normales” que habitan en esa jaula de fieras que son algunos institutos. Me acosté con una inmensa pena. No sé qué va a pasar con el muchacho agresor. Desde luego esto marcará su vida. Aunque mentalmente ya lo habían hecho polvo sus colegas agredidos, a los que deseo pronta recuperación. Seguramente, desesperado, este chico solo vio dos caminos; suicidarse, que ya lo han hecho varios, o lanzar su ira contra los que le impedían vivir. Eligió lo último. Acaso la situación intermedia, pedir ayuda, no le pareció útil. Es que reconocer la debilidad de dejarse maltratar por miserables da vergüenza. Es lo pasa a muchas mujeres asesinadas por sus parejas. Cuando un ser humano pierde su autoestima, raro es que saque fuerzas para pedir socorro. La justicia, los especialistas que investigan este asunto, nos contarán por qué pasó esto en un instituto cualquier de unos de los 17 reinos de taifas que forman esta España nuestra. Pero hoy, tras mi noche de pesadillas, no seré yo quien dicte sentencia, dado lo mucho que he visto y vivido desde que se implanto la Logse, ley educativa con más sombras que luces.

El BOE es un trozo de papel que puede cambiar la historia. La mía la cambio. Había sacado una oposición libre, muy dura, para ser docente de Bachillerato de Geografía e Historia en cualquier lugar de España. Pero un día me desperté siendo educadora de Secundaria, obligada a impartir asignaturas “afines”, que no eran de mi especialidad; a dar clase a criaturas de 11 años que antes iban a la escuela, y sin poder optar a plazas en institutos de territorios españoles que exigen otra lengua. También, por ley, debía realizar tareas propias de administrativos, ser vigilante de recreos, sicóloga para padres, que acudían a tutorías esperando que les justificara por qué su hijo era una pesadilla en clase, o no daba un palo al agua. A la vez hacia de conserje, para evitar se escaparan los chicos en horas de guardia, y controladora de alumnos expulsados por mal comportamiento, que iban a parar a la biblioteca; nombre simbólico, pues allí casi nadie iba ya a leer. Allí se encerraban los alumnos violentos que hacían imposible dar clase. Aquello era la jaula de las fieras, como el recreo. Ese recreo fue lo que colmó mi paciencia, junto con la oferta que recibimos de la administración para subirnos un poquito el sueldo a cambio de aprobar más, por el tema de la estadística de “fracaso escolar”. Me negué. Pero fui casi la única del claustro. Acabé cobrando menos que los demás por hacer lo mismo. Nunca me he arrepentido. Pero volvamos al recreo.

Desde siempre en los institutos hubo media hora de descanso para desayunar. Los alumnos podían salir del centro a comprar sus bocatas, o lo que les parecía oportuno. Se confiaba en ellos. Volvían puntuales a su siguiente clase. Pero un día se nos ordenó mantener a todos en el patio. Si llovía, se quedaban apiñados en los pasillos, pues estaba prohibido dejarlos en sus clases, para evitar robos y destrozos. Los vigilantes éramos profesores, por turnos. Ante todo había que dar vuelta por las vallas del recinto, para que no se lanzasen a la calle, o para que no les metieran droga desde fuera. También estar atento a las peleas, y a cualquier accidente, trasladando al afectado al centro hospitalario más próximo. Todo eso era competencia del profesor. Sin embargo no era obligado observar que día tras día algunos adolescentes pasaban el recreo en la soledad más absoluta, aislados del resto de grupos. Eran los “raros”, por motivos diferentes: ser tímidos, delgados, flacos, bajos, con espinillas, tartamudos, de otra etnia, con algún leve problema mental, y, sobre todo, “empollones”. Esta era la rareza peor tolerada por la jauría dominante.

Muchos de estos jóvenes “raros” abandonaron los institutos españoles con traumas para siempre; alguno se tiró un día por el balcón. Posiblemente éste del cuchillo, a quien ahora estudian siquiatras y sicólogos, como espécimen de museo, para decidir su futuro, ya no pudo aguantar más su tormento en estas jaulas de fieras. De eso iba mi pesadilla de la noche, de la pena que me daba ver aquellas criaturas diferentes deambulando solas, con su bocadillo de mortadela, en el patio de mi instituto. Y de mi impotencia para poder ayudarles. Es que yo también era rara, por fijarme en estas cosa. Ambos estábamos fuera de lugar. Pero yo fui afortunada. Pude elegir salir o quedarme. Ellos no. Ojala nos perdonen, dice mi papelera

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Fuente: Diario IDEAL. Jaén, 9 de febrero de 2017

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