LOS REMORDIMIENTOS DE LA INFANTA

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

infanta Isabel de Borbón, hija mayor de la reina Isabel II,

Hay pocas cosas en la vida más gratas, satisfactorias y constructivas para el ser humano que una buena discusión. Argumentando y analizando la contrapartida propuesta por el adversario que no enemigo, uno va perfilando un punto de vista siempre abierto a ser implementado por la agudeza del contrario, la fina ocurrencia, la ironía, el oportunismo y por el peso de la razón bien sustentada en el sentido común. Por lo general, el español tiende a hablar para uno mismo y no se preocupa demasiado del encaje que los exabruptos madurados en la oscuridad de la propia estulticia puedan tener en el pensamiento ajeno. Que de hablar sinsentidos y defender retruécanos sabemos mucho en este Santo País. Es por ello por lo que, cuando uno encuentra un remanso de comprensión tal que permita el debate educador, aquel en el que se construye el entendimiento y se asume que la verdad puede tener muchas caras, lo atesora para la eternidad, incorporándolo al acervo personal como fuente de todo lo que se ha de compartir.

La última vez que tal acaso me sobrevino fue el domingo pasado, sentado a la sombra engelante de la aucuba Japónica que tan bien cuida mi Compadre, el Sr. Bellette, en el patio que fuera de la Enfermería del Barrio Bajo, hoy terraza del restaurante La Fundición. Allí, digo, robando el último suspiro cálido de un otoño que se despeña hacia el temible invierno serrano, anduvimos debatiendo en apasionada discusión acerca de la plausible bondad inherente a la religión, de su existencia o creencia; de su banalidad o seguridad y, obviamente, de la realidad contrastable de una virtud cristiana muy poco favorecida por el análisis comparado que suele regalar el estudio de la historia. Bien diferenciada la maldad que acompaña a toda institucionalización de un sentir popular, convinieron mis contertulios que ha sido la caridad el reducto donde esconder lo poco de bondad en que han devenido las religiones politizadas de nuestro presente aterrador.

Y mientras Kaba, Yoli, Antonia, Reyes, Ricardo, Ana y el Sr. Bellette se entretenían en cualquiera que fuera la zarza de la discordia, un servidor, perdido en la profundidad de tamaña magnitud discursiva, no dejaba de visualizar las múltiples representaciones del mito de Pero amamantando furtivamente a Cimón, su padre, condenado a morir por inanición. Y de aquella vieja copia custodiada en la catedral segoviana, mi mente saltó inmediatamente a una vieja fotografía de la infanta Isabel de Borbón, hija mayor de la reina Isabel II, vecina y veraneante por excelencia de este Paraíso, rodeada por un batallón de desarrapados y sonrientes niños.

Enamorada de estos parajes, de los bosques cerrados y las peñas lisas, de los roquedales agrestes de afilados vértices donde brinca la escorrentía y la cabra se detiene a deleitarse por la inmerecida suerte de vivir un verdor sin igual, la infanta solía escapar del Madrid atribulado durante los largos años de la Restauración para recogerse en el Real Sitio durante los largos veranos de aquella infancia perdida en un ayer que nunca quiso volver. Amante de sus amigos que en corro solían servir solícitos al solaz deleite de tal señora, la infanta llenaba su diletante vivir segoviano entre múltiples actividades que animaran lo que el Marques de Valdeiglesias solía describir en el diario La Época como veraneo de La Granja.

Ahora bien, cada vez que la infanta asomaba por este Paraíso tenía por costumbre agasajar a los vecinos en una serie de actos caritativos de singular tradición hoy día desaparecidos para desgracia de muchos. El primero de aquellos festejos era la llamada Fiesta de los Juguetes. Llegada a palacio, salía la infanta a recorrer los comercios abiertos con su aparición, ya fuera en la calle del Rey, primera de este Real Sitio y que parte de la puerta del jardín, o en la calle de la Valenciana, ordenada durante el reinado de Carlos III para adecentar el barrio bajo que languidecía pútrido a la sombra de la acrópolis ideada por su señor padre. En cualquiera de esos colmados se abastecía de suficientes fruslerías que le permitieran agasajar a los niños del barrio bajo, esto es, a los pobres de solemnidad que languidecían a la espera del rey o, en su defecto, de la infanta. Reunidos todos aquellos infantes en las cercanías de la Fuente del Niño, justo donde organizaba su corro la infanta y hoy descansa el monumento que erigieran por suscripción aquellos púberes ya crecidos y desaparecidos, entregaba los presentes acompañados de un buen trozo de tortilla de patatas. Del mismo modo, para terminar el veraneo, acostumbró a sacar el fruto de los perales crucificados del jardín de los frailes y regalarlos a cuantos paisanos y vecinas se arrimaran a la ermita de San Ildefonso el día de San Agustín. Por todo ello y por su insistencia en residir en el Real Sitio, aquella mujer pasó a la memoria popular como la infanta del pueblo, la más honrada y comprometida con el común, venerada por aquellas gentes que veían en la caridad manifiesta de la dama un halo de esperanza en una monarquía que nunca perdió oportunidad alguna para defraudar tan altas expectativas.

Aún así, masticando los argumentos de mis amigos entre sorbo y trago de un inolvidable vino de nombre irrecuperable, terminé sentado en el sofá de mi casa, perdida la vista en los castaños revirados por el frío estepario y la cameraria asesina, con la mente abstraída en la condenada caridad que tanto bien hizo a la memoria de tan insigne y recordada mujer. Mas, por mucho que dicho comportamiento se haya asumido como virtud cardinal para millones de creyentes de cualquiera que sea la religión, no dejo de ver una redención del privilegiado acosado por los remordimientos que la reflexión sobre el tener y no tener provoca en las personas inteligentes. Ya fuera con la Misa de la Pera, la Fiesta de los Juguetes o la Fiesta de las Tortillas, aquella mujer reconvenida por múltiples remordimientos intentaba devolver parte de su suerte a quiénes nunca tuvieron oportunidad alguna; pues, queridos lectores, en la caridad tan solo se esconde la frustración que conlleva la ostentación del privilegio cuando se sabe injusto, cuando se entiende que, acabado aquel, nadie precisaría de caridad alguna y nadie sería más que nadie, como bien recordaron aquellos castellanos decapitados hace ya más de quinientos años.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/los-remordimientos-de-la-infanta/?fbclid=IwAR1XrjF5G6Ytj4LIupQBeHSqIx4znsa-YsUlNQEKXEB66JvKym685EDQVJ4

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